martes, 9 de abril de 2024

 

EL TERRORISTA

Otrova Gomas




ALLEGRO CON  BRÍO

 

           Las instrucciones de Farkas eran precisas. El primer golpe sería una acción combinada con dos terroristas de otras organizaciones hermanas que se me plegarían en el aeropuerto de Orly. Juntos tendríamos que secuestrar un avión de Lufthansa que lleva un grupo de turistas norteamericanos a Berlín y los dejaríamos caer sobre la principal base yanqui en Alemania Occidental.

           En el restaurante del que entonces era el aeropuerto más importante de Francia, contacté a los otros camaradas. Se trataba de Érika Wail, una combatiente del ejército de Daniel el Rojo que apenas tenía catorce años, pero doce de lucha en el movimiento. Vivía enconchada tejiendo y recortando mechas para bombas, y como hobby reparaba los relojes para los mecanismos de tiempo. Por primera vez se le daba oportunidad de ver seres humanos y vincularse al pueblo en una acción directa; el otro era John Alden, un terrorista independiente que tenía sus oficinas en la City de Londres. Veterano mercenario y ex piloto, John era un hombre rico, de finos modales y una increíble amabilidad con la gente a la que iba a liquidar. Yo a él lo conocía por las fotos. Era muy solicitado por la policía francesa, porque actuando a la manera argelina recientemente había lanzado cinco granadas juntas en el Drug Store del Barrio Saint Germain des Prés, un bar realmente encantador en que dejó un saldo de diez muertos y sesenta heridos. Además, había matado uno tras otro a los tres últimos embajadores franceses en Trípoli ahorcándolos con una corbata de lacito de acero. Se las daba para que se la midieran diciéndoles que era un obsequio de la Gran Mezquita de París, y en cuanto les preguntaban cómo les quedaba, simulaba que se las ajustaba pero en el acto cerraba el broche de seguridad, les levantaba la barbilla y le daba vuelta y vuelta hasta que los asfixiaba.

           Después de los saludos de rigor nos sentamos en el café del restaurante de Orly para esbozar rápidamente el plan del golpe.

           Todo el proceso de la acción quedó claro. En pleno vuelo sobre Alemania, una vez que quedara servida la comida, Erica entraría en la cabina del piloto, y arrancándole la llave del encendido al aparato apagaría los motores para obligarles a obedecer. De inmediato nosotros, después de quitarles el postre de los platos les mandaríamos a saltar sobre la base americana que está en las afueras de Berlín.

           Al terminar de discutir los detalles, Alden, siempre afable y sin dejar de bromear apuró la bebida y se levantó.

           -Okey –nos dijo- mientras llaman para abordar voy a regar unos tacos de dinamita por las librerías, y acabar de una vez por todas con esos falsos free shop. Nos veremos en un instante.

           Erica lo miró con cierta displicencia. Luego me miró a mí y estalló en llanto.

           Quise consolarla pero se puso a llorar como una desesperada.

           -Cálmate –le dije-. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?

           -No, no, no es eso –respondió entre los sollozos que aumentaban peligrosamente.

           -Entonces no te pongas así. Esto es una cosa de rutina. ¿Nunca has matado a nadie?

           -Sí, a mi papá, pero no es eso.

           Y siguió llorando como una niña severamente castigada.

           -Vamos. ¿Qué te pasa? Contrólate Erica, podemos llamar la atención.

           Me volvió a ver y sus ojos aumentaron el caudal de lágrimas.

           -Ah, comprendo –le dije- eres tímida y temes que te vean.

           -No, es que todo esto es muy triste, el mundo, la vida, todo me da lástima, yo nunca los había visto, y así de pronto los comprendí y es el único sentimiento que tengo por la gente.

           La bella terrorista sin dejar de llorar se agarró de mi hombro y empezó a mojarme todo el saco. Yo la sobaba. Luego la besé en los ojos rojos y empapados y le dije:

           -Cálmate pequeña, viéndote llorar así vas a hacer que me enamore, y tú sabes que eso no puede ser.

           Ella calmando el llanto me miró a los ojos y después de una pausa de segundos volvió a empezar. Esta vez las lágrimas parecían un aguacero mientras salían con toda fuerza de su garganta. A cada momento yo me exprimía el traje empapado y realmente no hallaba qué hacer. El líquido salado empezaba a mojarme tanto que podría coger un resfriado. Además, se estaba formando un charco en el piso en el que a cada rato resbalaban estrepitosamente los pasajeros apurados. La abracé con todo cariño dándole la ternura que seguro nunca había conocido y empecé a consolarla susurrándole cuentos groseros al oído.

           Así se sintió mejor. Se metió el pulgar en la boca y empezó a chupárselo mientras me observaba con sus bellos ojos aguarapados de niña terrorista.

           Al poco tiempo las cornetas de notificación nos llamaron a abordar. John venía retrasado. Había colocado doce bombas y varios dispositivos incendiarios que estallarían en dos horas. Pero se le veía feliz, con esa sonrisa jovial y reconfortante que siempre le acompañó hasta el día en que la Interpol lo acribilló mientras oía misa.

 

           El avión 707 iba a veinte y seis mil pies de altura cuando los pasajeros terminaban el segundo plato del almuerzo. Érika, ya completamente restablecida de aquel ataque de lástima se introdujo en la cabina de mando mientras John y yo estratégicamente colocados en la parte trasera del avión apretamos las cachas de nuestras pistolas dentro del saco. La muchacha, para ser tan joven actuó de una manera increíble. Sin darles tiempo a los pilotos de darse cuenta de lo que hacía, arrancó la llave del encendido del motor apagando en el acto las cuatro poderosas turbinas de aquel gigante de los aires.

           -¡Si se mueven me la trago! –dijo con una frialdad insospechada-. Este es un secuestro, obedezcan a mis compañeros...

           Yo brinqué por el flanco izquierdo mientras John lo hacía por el otro. Ambos cargábamos dos pistolas en las manos y rápidamente nos dirigimos al micrófono.

           -Señores, esta es una acción conjunta de comandos de los Ejércitos de Daniel el Rojo, La Tropa de la Muerte y la Asociación Internacional de Terroristas Independientes. Si no obedecen, nuestra compañera se tragará la llave del avión que se precipitará por tierra acabando con ustedes.

           Los pasajeros horrorizados no hallaban qué hacer. El avión empezaba a descender a veinte mil pies con los motores apagados. Esta vez fue John quien les habló:

           -Primeramente todos nos entregarán la torta de chocolate que tienen en el plato.

           Con esa orden muchos pasajeros indignados reaccionaron violentamente.

           -¿La torta de chocolate? ¿Pero con qué derecho?

           Otros no se contuvieron.

           -No, la torta de chocolate no...

           -¡Cállense! –gritó John, mientras que pasando con un pequeño saco empezó a quitarles el postre a los desesperados viajeros que lo miraban con una pena horrible reflejada en el rostro.

           Érika y yo del otro lado hacíamos lo mismo. Precisamente en ese instante, de espaldas a nosotros, un hombre movió la mano con disimulo para esconder su dulce debajo del asiento, pero para su desgracia John lo descubrió cuando volteaba. Apretó el gatillo y le atravesó la mano con un balazo de su mágnum. La torta rodó por el piso intacta y algunos pasajeros instintivamente trataron de saltar para agarrarla, pero la mirada cruel de Erica los hizo desistir.

           Apenas sonó el disparo, el pánico se apoderó brevemente de los otros pasajeros; pero no era por la mano del tortadicto, que después de todo no era la de ellos, sino porque el aparato, con los motores apagados ya descendía aceleradamente hacia los quince mil pies de altura.

 

           Érika desalojó a los tripulantes hacia el pasillo y sin dejar de apuntarlos le entregó la llave a John para que tomara el mando. El inglés se sentó en la silla del piloto y metió la llave. La pasó pero los motores no prendieron.

           -Está ahogado –dijo serenamente, mientras el avión aumentaba su caída de atracción hacia los diez mil pies.

           Probó otra vez y nada. Las turbinas se negaban a arrancar. El avión entraba a los nueve mil pies. Érika ya mostraba cierta preocupación cuando el inglés volvió a probar sin resultado.      

           -Sí, está completamente ahogado –dijo con su flema londinense-. Vamos a esperar un poco, eso se le pasa en tierra.

           -¿No será la batería? –pregunté yo con mi eterna ignorancia en cosas de motores. El ruido de angustia de los pasajeros no me dejaba oír la respuesta.

           John le dio de nuevo. Lo chancleteó, y el sonido estrepitoso de dos de las turbinas se escuchó haciendo que el monstruo de acero y aluminio levantara la proa hacia los cielos.

           -¡Viva! ¡Nos salvamos! –gritaron todos los pasajeros aplaudiendo entusiasmados-. ¡Viva el piloto!

           Tomando de nuevo el micrófono los contuve:

           -Señores, ¡cállense! que ahora ustedes tienen que saltar.

           -¿Qué? –gritaron las voces cambiado el tono de alegría.

           -Sí, van a saltar sobre la base que tiene su gobierno sobre el corazón de Europa.

           -¡Pero eso es un crimen! –vociferó enérgicamente el Capitán de la Lufthansa.

           Un disparo seco y mortal de Érika lo dejó inerme.

           -Sí, es un crimen, ¿quién es el otro?

           Nadie habló. El avión recuperaba altura con sus cuatro motores encendidos mientras John gozando un mundo lo orientaba hacia la base americana.

          

           Al ver que crecían los rumores y los desmayos entre los norteamericanos volví a hablarles para tranquilizarlos.

           No deben preocuparse, sólo los lanzaremos cuando estemos a cinco mil pies. Usarán las cobijas como paracaídas y el cojincito para amortiguar el golpe. Pueden estar seguros de que no les pasará nada. Esto sólo es un golpe de propaganda. Vayan cogiendo sus cobijas y sus almohadas.

           Los pasajeros se levantaron sumisamente y entre murmullos y descontentos empezaron a coger sus piezas. El objetivo estaba a trece millas. Empezamos a bajar a diez mil pies, luego a siete mil cuando John abrió  el automático de la puerta. El aire entró succionando como una inmensa aspiradora que limpiaba todo lo que estaba libre. Pero ya a esa altura lo hacía prácticamente inofensivo.

           -¡Ahora, salten! –grité disparando hacia el piso mientras me agarraba fuertemente de uno de los asientos de primera.

           Los hombres y mujeres mirando hacia el vacío no me hicieron caso. Nadie se atrevió a moverse. Érika, con el cabello desordenado por la corriente de aire clavó la punta de su pistola sobre uno de ellos y lo empujó hacia el hueco.

           -¡Salte o disparo! –le dijo.

           Así fueron cayendo unos tras otros agarrándose de las cobijas que en el acto se abombaban como paracaídas. En breves instantes el cielo se llenó de puntos rojos que descendían suave y lentamente. En ese momento, John, sin consulta previa con nosotros, localizó en la radio la frecuencia de la base militar americana y transmitió un mensaje que no estaba en el programa.

           -Atención, atención, esta es una invasión comunista contra la presencia de bases militares americanas en Europa. Allí van nuestros primeros hombres...

           Cuando el avión volvió a ascender a los veinte mil pies, el ruido de las ametralladoras empezó a coincidir con la vibración del cuerpo de los turistas que se sacudían mientras eran acribillados por el impacto de las balas pagadas con sus impuestos.

 

           El pequeño grupo que habíamos formado se disolvió en el aeropuerto de Copenhague. Al tocar tierra de inmediato salimos del avión por la parte trasera de la pista sin que nadie no notara, y una vez repartidos equitativamente los dulces y chocolates y algunos jaboncitos que nos habíamos cogido de los baños, nos despedimos tomando cada uno por su lado. Yo me quedaría un breve tiempo en Dinamarca en cumplimiento de una pequeña misión antes de seguir para Estocolmo.

 

           Cuando uno se escapa por el extremo oeste de la pista del aeropuerto de Copenhague, apenas salta la alambrada de púas, cae en un campo de cadillos. Una vez recuperado de la impresión, si camina unos cien metros hacia el norte en el acto se encuentra con la autopista. Yo me equivoqué y cogí hacia el sur y lo que encontré fueron más campos de cadillos. Así pasé unas horas brincando y maldiciendo hasta salir a la carretera. Después de limpiarme la ropa de esa garrapata vegetal paré un taxi y en mi limitado alemán con acento danés le pedí que me llevara al centro.

           Sepultado en la parte trasera del cómodo Mercedes recibí el bombardeo incesante de los avisos del camino: Andersen. Peterson. Larden. Shell. Coca Cola. Mujeres ofreciendo las delicias de un jabón. Machos viriles tomándose un trago que hacía rendir a sus pies a las mujeres y al jabón. De nuevo el mundo alienante de la publicidad capitalista. 

           El vehículo entró en el área del centro cruzando calles impecablemente mantenidas. Por todas partes se veía un orden y un aseo que estaban ligados a la evidente prosperidad nórdica. Nunca antes había percibido una ciudad tan bien cuidada. A pesar del invierno incipiente, las flores estaban en todos los balcones y en las plazas, en las que apenas se notaban los restos de las hojas del otoño.  Pasamos por la parte de los barrios obreros, y los más pobres se éstos se veían con trajes superiores a los que usa nuestra clase media. La elegancia y cuidado de sus gestos superaba a los de la clase alta, y las mujeres sencillas que se veían por doquier con sus ojos azules y los pelos en cascadas serían la envidia en las reuniones más encopetadas de la alta sociedad de los países subdesarrollados.

           Descendí cerca del Gotehergade para caminar un poco. Las tiendas eran ricas en variedades de estilo, Muebles, joyas, tapices. Una gran abundancia ofrecida de manera discreta y con extremado buen gusto. Los puestos de periódicos mostraban fotos y revistas eróticas, que eran observados con cierta indiferencia por niños de cuatro y cinco años. Pensé en las caras de enfermos y los ojos desbordados de nuestros funcionarios aduaneros que las decomisaban para establecer su curioso y aberrante monopolio del pecado.

           Me asombraba por igual, del orden presente en las cosas pequeñas y en las grandes, así como el peso moral de los ciudadanos por su trasgresión. No obstante, toda esa pulcritud me hacía sentir incómodo. Realmente me parecía un poco absurdo actuar en un sitio tan agradable en donde no se veían por ningún lado que existiera un pueblo explotado ni las injusticias sociales. Pero esas eran mis instrucciones. Sólo me restaba tratar de encontrarle defectos a todo aquello y justificar el sangriento trabajo que tenía que cumplir.

           Fue después de mucho pensar que lo encontré. Les hice responsable del orden. Sí, eso era. Estos países, con su aparente belleza y paz social exportaban los modelos del orden al servicio de las clases dominantes de Asia, África y América Latina. Además, era obvio que igualmente exportaban cánones de belleza para las publicidades. Esos rostros blancos, de líneas suaves, ojos azules y cabellos rubios y sedosos eran la materia prima para la propaganda de champúes. Ahora se me justificaba sobradamente la operación.

           Me detuve en un pequeño restaurante y luego de comer frugalmente una sardina cruda, busqué en un mapa de la ciudad el sitio donde estaba  mi objetivo: La pequeña sirena de Copenhague.

           Debo aclarar para los ignorantes que lean este libro, que después de los cuentos de Hans Christian Andersen, de la mantequilla, los perros y los muebles daneses, la pornografía y el famoso escándalo por la ruptura de Sören Kierkergaard con Cristina Olson, la cosa más conocida de Dinamarca es la Pequeña Sirena de Copenhague. Se trata de una escultura de bronce casi del tamaño natural, que representa una joven sirena verdosa montada en unas piedras. La escultura se encuentra frente al mar Báltico en la zona de los puertos, en Langilinien, cerca de Slaget paa Reeden, y es el objeto más fotografiado de ese país después de los órganos genitales de los modelos para las revistas y películas pornográficas.

           Mi misión era cortarle la cabeza.

          

           Tomé otro taxi hacia el lugar donde se encontraba, haciéndole coger la ruta del boulevard Hans Christian Andersen para observar con cuidado toda la zona portuaria. Tendría que ver donde aparcaban las pequeñas naves deportivas, ya que después del secuestro del avión, mi fuga hacia Estocolmo tendría que ser por mar.

           Llegué al sitio en muy poco tiempo. Después de descender miré con cuidado hacia los alrededores. La pequeña sirena estaba como siempre rodeada de turistas que le tomaban fotos. Algunos en realidad lo que tomaban eran fotos de los que estaban tomándole fotos a la Pequeña Sirena. Pensé en lo necio que es el alma del turista promedio.

           Al despejarse un poco la masa de fotógrafos me le acerqué para detallarla. Ella se orienta hacia el otro lado del puerto observando siempre las decenas de barcos de todos los calados que entran y  salen constantemente por el canal de Indehavn. Se encuentra a unos dos metros del suelo y pude constatar que no es tan hermosa. La escultura en sí tampoco es un trabajo de gran calidad.  Otra cosa sería si Miguel Ángel se hubiera venido a pasar una temporada a Dinamarca.

           Finalmente, saqué mi cámara de foto y sin que me vieran la retraté.

           Con el pequeño control que hice de aquel sitio pude constatar que no había policías en el área de la estatua. Los únicos que podrían ver mis movimientos serían los tripulantes de los barcos que paseaban por el canal. Antes de retirarme para comprar los instrumentos de trabajo le medí mentalmente la circunferencia del cuello, y dándole unos golpecitos con el dedo en las piernas vi el tipo de material constatando que era bronce barato. No había la menor duda, decapitarla sería una tarea fácil. Sólo era cuestión de regresar al anochecer.

           A eso de las cinco de la tarde el lugar estaba completamente oscuro. Comprobé que no había nadie por los alrededores y me encaramé en la piedra ayudado por los fuertes brazos de la estatua. Lo demás fue sencillo. Me abracé a ella simulando que era uno de esos marineros que llegan a los puertos, aman y se van. Mientras la besaba en los sitios a los que le gusta a las estatuas, con una afilada segueta lentamente la fui decapitando. A pesar de que estoy seguro que como fría mujer nórdica ni siquiera se dio cuenta de lo que le hice, pude notar que en el momento en que se le desprendía la cabeza, un ligero quejido sensual se escapó de sus labios indiferentes.

 

           En el centro de la ciudad concluí mi trabajo. Puse la cabeza en una caja acolchada para protegerla y se la envié por correo al Primer Ministro de África del Sur complicándolo en el golpe terrorista. En la caja había una nota que decía brevemente en unas líneas: “Listo jefe, ya tiene lo que me pidió”, luego, en una breve carta que dirigí al Rey de Dinamarca le decía que había visto al alto funcionario racista decapitando a su pequeño monumento nacional.  Le juraba que en la penumbra lo vi con la cabeza en una mano diciendo: “-To be black or not to be black, that is the question”.

           Creo que esto dio los resultados que esperaba, porque algunas semanas más tarde después que los agentes de seguridad daneses detectaron la cabeza en Pretoria, las relaciones entre los dos países se empezaron a deteriorar. Finalmente estas se hicieron casi insoportables por el continuo cruce de cartas de acusación y aclaratorias.

           Cumplida la misión, al siguiente día, en horas de la madrugada me trasladé hasta una marina en la que había visto un pequeño velero de mi agrado. Me subí sin que me vieran y saltando las amarras del muelle en donde se aparcaba, levanté la vela mayor. Sin despedirme del capitán de puerto salí llevado por el viento hacia el corazón del Báltico. Enfilaba mi proa hacia el Golfo de Botnia para atracar en los fondeaderos de Estocolmo.

 

* * * *

 

           Entré al puerto de Estocolmo arrastrando sesenta toneladas de calamares y langostinos moribundos. Sin darme cuenta, la pequeña embarcación que había tomado al salir de Dinamarca era un pesquero de altura camuflado para evadir  impuestos. Después de cinco días de navegación cargando animales de todos los tamaños que agonizaban en las redes, comencé a sentir que el bote perdía velocidad, pero la causa real sólo pude determinarla cuando el olor de los pescados en agonía se hizo casi insoportable.

           Decidí aprovechar aquella causalidad con que me había premiado el destino para dar un golpe maestro en mi entrada al país que siempre ha sido el modelo ideal de prosperidad capitalista. Desembarqué por los lados de Slussen y con la ayuda de dos viejos marineros retirados, subí a tierra mi improvisada pesca. Les ofrecí una jugosa recompensa si me ayudaban a repartir los calamares y langostinos muertos en los sitios claves de la ciudad. Y así lo hicimos. Con cuidado, y poniendo en práctica la estrategia de Bakunin para golpear el corazón del sistema, los escondimos en los alcantarillados, en los huecos de los ascensores y en las chimeneas.

           Pobre Suecia la de esos días. Durante seis semanas prácticamente se paralizaron todas las actividades. Tuvieron que evacuar la zona sur de la ciudad próxima a los muelles. El olor intenso y penetrante afectó tanto la vida normal y el comercio de la ciudad que tuvieron que debieron suspenderlas por un período  indefinido. Al principio, la gente en un gesto de buena educación se retiraba con cierto disimulo de los lugares afectados, pero al final gritaban como locos y caían desmayados pidiendo clemencia en sueco.

 

           No sé cuando descubrieron los depósitos secretos de los frutos de mar que habíamos escondido, porque apenas terminamos yo me fui corriendo hacia el lado opuesto de la hermosa villa. Después de tomar un buen baño me dirigí hacia el palacio real en donde me esperaba impacientemente el Rey de Suecia.

 

 

* * * *

 

 

           El Rey de Suecia era una extraordinaria persona. Amable, de gran educación y una amplia cultura que se le notaba por sus profundos conocimientos de los juegos populares venezolanos. Era experto en gurrufío, conocía las reglas del conti-tumba y dominaba la perinola como el mejor campeón de nuestros barrios al igual que se enfrascaba con pasión en una partida de metra sabanera, hablaba con igual profundidad sobre la concepción eidética de Husserl, de las variaciones cromo somáticas en la teoría de Zimmermann o de los errores que tenían que haber en la copia de las partituras originales de Shomberg.

           Me cayó bien el Rey de Suecia. Sobre todo por su hija, quien más tarde sería la heredera de la casa real, y con quien pasé tardes increíbles jugando gárgaro y rascabuchándonos en los jardines del palacio de Storkyrkan. Por todas esas circunstancias me propuse ayudarlo a pesar de las marcadas diferencias ideológicas que nos separaban. Puedo asegurar que nadie se preocupó tanto ni profundizó de tal manera los síntomas y las causas de aquella extraña forma de hipo que lo consumía lentamente.

           Tal como me lo había dicho Purilo, el sonido de su hipo era exactamente igual a cualquier hipo popular, pero en lo que se le irritaba el nervio frénico y se iniciaban las contracciones musculares del diafragma, éstas lo levantaban del suelo impulsándolo unos veinte centímetros del lugar de donde estaba. Parecía una rana el pobre Rey. Tal vez detrás de todo estaba la vieja maldición que convierte a los reyes en batracios, y me pregunté si ese no sería el lento proceso de su conversión, lamentablemente, con la figura envejecida del monarca iba a ser muy difícil que hubiera una doncella dispuesta a darle un verdadero beso de amor.

           Aquella saltadura del Rey le traía serios inconvenientes de protocolo. Prácticamente no podía usar la corona porque se le caía en los actos oficiales, y éstos se volvían incómodos porque para poder hablarle, los invitados también tenían que pegar brinquitos siguiéndole los pasos. Los funcionarios del palacio habían encontrado una forma muy pedestre para impedir que el Rey saltara y se les fuera: lo amarraban, bien fuera de su trono favorito para ver televisión o en los asientos donde simulaba trabajar. Lo amarraban a duras sogas y cadenas ensartadas a sus brazos, pero el pobre sufría con los golpes del jalón.  De la misma forma se hicieron tremendos y costosos esfuerzos para darle un buen susto. Éstos iban desde el tradicional grito por la espalda cuando estaba descuidado, hasta lanzarlo sorpresivamente por un puente de veinte metros. En esa línea de sembrarle el pánico le hicieron creer que la revolución francesa había llegado a Suecia, otro día, usando una letra de cambio forjada simularon un embargo sobre todas las joyas de la corona y sus acciones en la Volvo. Pero todo fue infructuoso. El Rey vivía aterrorizado, pero el fatídico brinquito del hipo no se le quitaba.

           Mi primera conclusión después de observarlo cuidadosamente y estudiar el cuadro clínico, fue que se trataba de un hipo crónico y por lo tanto era incurable. Además, pude darme cuenta al detallarlo que las intermitencias eran de un hipo cada treinta segundos, el cual lo desplazaba veinte centímetros por vez para darle una velocidad promedio de dos kilómetros por hora. Así determiné que impulsado por energía hípica, matemáticamente hablando, el Rey podría darle la vuelta al mundo en cuatro años y seis meses cogiendo por la ruta del Trópico de Capricornio. Anoté los interesantes resultados en mi libreta de records mundiales y me puse a buscarle una salida práctica para ayudarlo a resolver aquel problema.

 

           Fue terminando de cenar en una agradable noche a orillas del lago Malar, mientras besaba a dos de sus hijas como postre, cuando se lo dije:

           -Su majestad, yo estuve sacando cuenta, y para que usted no brinque la única manera es meterse setenta kilos de plomo en los bolsillos de la capa. Eso incluso le convendrá, porque cada año, cuando los súbditos le den su peso en impuestos poco a poco devendrá más rico.

           Aunque me miró con cierta picardía, al principio el Rey no quiso aceptar la solución. En su criterio el pueblo sueco ya no daba más; estaban literalmente hasta la coronilla de mantenerlo a él y a su familia. Pero finalmente logré convencerlo con los argumentos del alto costo de la vida para los sectores más pudientes, la inflación galopante que afectaba a Suecia y la necesidad de aprovechar la coyuntura histórica que tal vez ya no se le volvería a presentar.

           Así se resolvió todo. Apenas se metió el plomo en los bolsillos el empujón del hipo ya no podía levantarlo. Aunque ahora caminar se le hacía muy pesado, el Rey estaba feliz con aquella idea salvadora. Y sin la menor duda con ella satisfacía secretamente su desmedida codicia de monarca. En reconocimiento me ofreció la mano de la más bella de sus hijas: la esplendorosa princesa Irene.

           Pero yo estaba muy joven para pensar en matrimonio. Lo primero eran mis estudios y mi carrera. Como no podía despreciar el gesto del anciano monarca, me fui por la tangente, y ajustándome al estricto sentido de sus palabras le dije que me llevaría la mano de la princesa apenas se la cortaran.

           Este tipo de cosas es muy delicada entre los nobles y la realeza. Allí la palabra comprometida es algo sagrado que por razones de apariencia y dignidad la gente respeta por encima de cualquier cosa. Por eso el Rey, entre la espada y la pared apenas sí se atrevió a insinuarme que me la había ofrecido toda. Pero me porté a la altura. Para no afectar mis intereses, con gran habilidad diplomática le dije que sólo aceptaba lo que inicialmente me había dado.

           En cumplimiento de lo prometido, el corte de la mano de la bella princesa Irene se llevó a cabo el 13 de Diciembre de 1963 en la intimidad de la familia. Al igual que todos esos actos de entrega de la mano de una hija, fue una escena desgarradora que produjo gran consternación entre todos los presentes. Colocándola en un suave cojín de terciopelo, el verdugo del palacio se la desmembró de un solo golpe mientras sonaban las notas triunfales del himno sueco y el Gloria al Bravo Pueblo venezolano. Después del hachazo, para vender la hemorragia de su sangre real tuvieron que hacerle una transfusión con casi dos litros de azul de metileno.

           Una vez que recibí la blanca y delicada mano de Irene, la guardé en mi viejo maletín y agradeciéndoles por todas las atenciones recibidas me despedí del Rey y su familia. Abandonaba la riqueza, el poder y la gloria que me ofreció la realeza para poder seguir mi ruta militante. Ahora tendría que dirigirme a cumplir la misión paralela que tenía encomendada en aquel hermoso país de apacibles lagos y frondosos bosques.

           La misión estaba íntimamente ligada al famoso Premio Nobel.

 

 

* * * *

 

           El Premio Nobel es una institución nacional en Suecia. Fue instaurado en 1.895 por Alfred Nobel, el genial inventor de la dinamita, para premiar a los mayores logros y figuras de la ciencia, la paz y la literatura.  Es una especie de Oscar para la gente inteligente. Pero lo que muchos no saben es que el verdadero interés del mago de la nitroglicerina, fue castigar y martirizar a los candidatos derrotados. Este nivel tan fino y sofisticado de la crueldad ha confundido a centenares de escritores y científicos que como tontos ratoncitos caen en la trampa cuando suenan las trompetas para la repartición de premios.

           De ellos son incontables los que han frustrado su obra cuando sus nombres ni siquiera se barajaron en la lista, y muchos suicidios ocurridos en estos niveles académicos han tenido su oscura causa en la selección de algún mediocre rival de la inconsolable víctima.

           Nosotros no estábamos contra el premio en sí. Pero teníamos que definir nuestra posición y ampliar la esfera de sus actividades para darle más contenido popular. Igualmente queríamos conseguir la influencia sueca para una repartición más justa del prestigio y el dinero.

 

           Me fui una helada mañana de aquel Diciembre a la sede de la Academia. Recuerdo que entré al pulcro y silencioso recinto con los zapatos sucios por el barro que produce la nieve derretida. Me atendió el portero, Hans Liverstoren, un tipo desagradable y rostro ceñudo que ladrando no quería dejarme pasar y se negaba a hablarme en español bajo la excusa que él sólo sabía sueco y esperanto en cuti. Para suavizar un poco la tensión que se había formado, le hablé en un idioma internacional: lo soborné.  Le tiré en la cara un poco de billetes de a dólar que me quedaban de la pequeña imprenta privada de divisas que teníamos en Bucaramanga, y ya un poco más amable me condujo donde el famoso Arnold Elmer, Director del Instituto Nobel y Tesorero encargado de la conocida institución al servicio imperialista.

           La Academia Sueca es uno de esos sitios donde se siente la ausencia de la vida. Uno se extravía entre sus largos y limpios pasillos, de techos altos que se mezclan entre sí como en un juego de espejos. A medida que pasaba veía letreros con palabras de otro mundo, completamente incomprensibles y que se referían a importantes personajes de la vida científica de Suecia. Pude ver la foto de Meharleen Kraft, el inventor de la mayonesa y recuerdo el sonar suave y cantarín de una pequeña fuente de sabiduría que estaba al final de uno de los corredores. Apenas nos dejaron solos, le mostré a Elmer unas fotografías antes de explicarle la razón de mi presencia. Enfrente de sus ojos tenía dos colecciones de fotos de su familia en líneas paralelas. En un juego de retratos se veían todos felices y sonrientes en escenas familiares, y en el otro, gracias a un increíble truco fotográfico que me habían enseñado en un curso en la escuela de terroristas, aparecían las mismas personas pero horriblemente mutiladas y con el rostro desfigurado.

           El sueco tembló al ver aquello. No hallaba que decirme.  Quiso hacerse el sueco y retirarse para pedir ayuda, pero no pudo. Me lo imaginé. Por la descripción de Farkas, noté en el acto que como buen anglicano adoraba a su familia. La sola idea de que algo pudiera ocurrirles le ponía en un estado incontrolable de angustias y temores. Entonces le hablé. Le dije de una manera muy concisa cuales serían sus obligaciones desde ese momento, en el cual, gracias al pánico quedaba nombrado miembro de la retaguardia de nuestra organización. En caso de no ajustarse a las instrucciones que le daría, tendría la oportunidad de ver convertirse a cada uno de los hermosos integrantes de la primera foto en lo quedara de carne y hueso de la segunda.

           Fui preciso en mis demandas. En primer lugar, debía impedir que por ningún motivo se le diera el Premio Nobel a Jorge Luis Borges; en segundo lugar, me prestaría mil coronas; tercero, se crearía el Premio Swedemborg, nombre del destacado científico, filósofo y místico sueco, el cual consistiría en una recompensa y reconocimiento al inventor que desarrollara el explosivo más potente y destructivo de la faz de la tierra; y finalmente, el cuarto punto sería la creación de tres nuevas menciones en el Nobel: el Nobel a la mujer más interesada, el Nobel al político más estúpido y el Nobel a la grosería más llena de contenido humanitario. En sus manos quedaba procurar que se cumplieran mis instrucciones, en caso contrario el destino de la familia Elmer ya estaba retratado.

           Después de dejarle las fotos de los falsos descuartizados sobre la mesa, sin escuchar sus temblorosas palabras me retiré manchando las alfombras con los últimos restos de barro que me quedaban en los zapatos. Mi figura alargada y oprimida por el pesado abrigo se alejó con sonoros pasos de aquel sacrosanto templo de la ciencia. Una vez más el pueblo se había vengado.

 

           No quise dejar Estocolmo sin antes despedirme de Hernán Grofe, un viejo amigo y compatriota que lavaba platos en la capital de Suecia. El Barbas, como lo llamaban los estudiantes venezolanos por todos los lugares donde pasaba. Grofe estudiaba medicina en Rumania y vivía como un colibrí de divisas flotando por toda Europa en una búsqueda desesperada de dólares que se ganaba lavando platos por los restaurantes del viejo continente. Gracias a su esfuerzo gremialista, logró instaurar el sistema de pago por plato lavado con aumento proporcional al tipo de secado, y obtuvo rebajas importantes en el descuento por plato quebrado.

           Lo encontré en la sede del Sindicato de Parias, Extranjeros y Estudiantes Latinoamericanos lavaplatos en Estocolmo* donde en ese momento estaba metido en una enorme piscina con forma de fregadero en la cual los trabajadores se reposaban de la jornada diaria.

           Lo vi extenuado. Tenía las manos arrugadas por los efectos del jabón y la humedad. Igualmente la barba se le veía toda deshilachada de tanto usarla para secar platos, un sistema que había descubierto para darle mayor rendimiento a su trabajo. Me dio lástima. Le di unos dólares que me quedaban y unos consejos para volver locas a las suecas. Éstos se los di en francés para que no entendieran los centenares de españoles, portugueses e italianos que nos oían con curiosidad mientras descansaban del esclavizante trabajo de mantenerles limpios los platos a los suecos. El Barbas era un hombre con gran sentimiento de la dignidad y del orgullo. Tal como me lo imaginé, me devolvió los consejos y se quedó con el dinero prometiendo que me visitaría a la mayor brevedad en uno de sus frecuentes pasos por Budapest.

           Ya no lo volví a ver. Fue absorbido para siempre en el terrible mundo de las cocinas. Lentamente se fue degenerando a medida que caía cada vez más adentro en su adicción por los detergentes y a la grasa cortada y a comer pañitos de secar. Paz a sus restos de esos tiempos, que quedan como un monumento al placer, levantado con ese esplendor intenso de los que conocieron Europa libres de los fantasmas embriagantes y confusos de la fortuna.

 

           Después vinieron Helsinki, Oslo y Las islas Feroe. Brevemente pasé por estas capitales nórdicas y rincones perdidos en el Mar del Norte con la INTERPOL, la Sureté, Scotland Yard, el FBI y algunos cobradores siguiéndome los pasos. Había sido delatado por el tránsfuga y traidor Rubisteo Margolio, un sucio ex terrorista que le cogió miedo a un atentado suicida que le habían asignado, y día a día denunciaba a alguien en el famoso programa “Descubra el personaje” que transmite regularmente la BBC de Londres.

           En Oslo acabé con los osos polares del zoológico manipulando el sistema de calefacción; primero se los alzaba poniendo el lugar caliente como en África, y cuando desesperados se quitaban la piel por el calor se la bajaba poniéndolos a tiritar como en el polo. Así los tenía a punto de pulmonía hasta que cuando vi que se estaban volviendo locos, por compasión elevé al máximo la calefacción y los freí en su propio aceite. Luego derretí un iceberg en Berlevag, donde veraneaba Knut Hansum. Lo desenchufé y produje una terrible inundación en el poblado de Tana al aumentar el nivel de las aguas en la desembocadura del río del mismo nombre. Este desbordamiento es muy conocido en la Historia Universal de los Desastres porque no dejó ni un damnificado. Desgraciadamente hacía seis meses que los habitantes de Tana se habían mudado.

           En Helsinki comprobé personalmente la existencia del presidente Kekonnen y quemé unas tres mil toneladas de papel de carta para reducir el excesivo y peligroso crecimiento de la correspondencia inútil y el papeleo en las oficinas públicas alrededor del mundo. Luego de pasar unos días en las islas Feroe, donde organicé una huelga de hambre contra la demencia senil, enfilé hacia Budapest.

 

                                                    ***

           Había regresado a la capital húngara para descansar un poco de la enorme tensión de aquellos días nórdicos. Realmente me encontraba agotado; para colmo se me sumaron las tremendas dificultades en el aeropuerto al tratar de introducir la mano de la Princesa Irene sin licencia de importación. Aquello no figuraba en la atrasada nomenclatura arancelaria del COMECON. Por más que buscamos no aparecía el rubro “Manos de Princesa”.  Al descubrirse que la mano era de origen noble la cosa fue peor. Este tipo de artículos está terminantemente prohibido importarlos en los países socialistas. Fue después de largas y pesadas discusiones sobre la filosofía arancelaria y una salvadora llamada del partido para que me ayudaran, que como una concesión graciosa se me permitió introducir tres dedos; el resto fue decomisado, y como siempre pasa en las aduanas nunca supe de su suerte.

           En ese tiempo ya había un frío intenso. La temperatura del centro de Europa bajaba hasta menos de veinte grados centígrados y casi todo estaba congelado. Como ya no tenía el hábito de vivir en freezer, decidí invernar. Dormía veintitrés horas diarias. Me despertaba todas las mañanas a las once, me veía la cara en el espejo para comprobar que todavía estaba, me comía una aceituna, y después de tomarme un vaso de vodka volvía a ocultarme debajo de la pesada colcha.

           Con frecuencia encontraba en mi cama a una que otra amiga húngara que se metían buscando la segura y confortable calefacción central que siempre se dispensaba en mi apartamento.

           Los estudiantes venezolanos también me visitaban. Se sentaban a un lado de la cama, y cuando veían que estaba solo levantaban la cobija buscándome conversación. Gracias a la feliz circunstancia de que hablo dormido, nos enfrascábamos en amenas discusiones sobre el origen de las cosas y nos poníamos a criticar a Dios y a toda su descendencia. Muchas veces llegaban estudiantes venezolanos de otros países socialistas que estaban de paso por Hungría. Para celebrar el evento y quitarse el frío se emborrachaban y armaban grandes escándalos en el apartamento. Recuerdo que en mis sueños oía los regaños que les daba el conserje porque se le orinaban en la puerta. Ellos se reían de su gracia a la vez que lo mandaban al carajo.

           No puedo recordar con exactitud la fecha en que pasó por allí durante aquel invierno o el siguiente, Mario Baldeón. Venía de Praga y se regresaba hacia Caracas para entrarle de frente al trabajo político. Apareció con un pesado abrigo de microondas en el cual se podía cocinar un pollo. Se lo cambié por uno de piel de morrocoy, una capa y un bastón de mago. Sabía que los iba a necesitar.

 

           A fines de Febrero entraron los vientos fríos de verdad. Son los anticiclones que viniendo de Ucrania, a través de la Siberia y la estepa rusa, se infiltran por las pusta y entran formalmente en Hungría bordeando las márgenes del Tiza. En esos días ocurrió algo imprevisto en mi rutina de comida, amor y sueño. Una tarde, cuando disfrutaba tranquilamente de mi aceituna, recibí un telegrama proveniente de Moscú. Aquello me produjo una mezcla indefinible entre el temor y la sorpresa. Lo abrí con las manos apresuradas buscando desdoblar más rápido el papel con la impaciencia, y pude leer en perfecto español:

           A objeto de tratar asunto que le concierne le agradecemos ponerse en contacto con esta oficina a la mayor brevedad posible. Vladimir Kropov. KGB. Plaza Dhernzynky 34. Moscú. Preguntar por La Beba”.

           La mirada de sorpresa se me salió por los ojos, cayó estrepitosamente sobre el papel y luego rodó al suelo donde se volvió añicos. ¿Qué demonios quería conmigo al KGB? Una vez le había  nombrado la madre a un chofer de la embajada rusa en Caracas. ¿Pero era eso algo tan grave para los organismos represivos del poder soviético? No me parecía, sobre todo porque el chofer también me la había nombrado a mí y así vivíamos todos los choferes en Caracas. ¿Qué otra cosa podía ser? Todo era sumamente extraño. Le daba vueltas a la cabeza tratando de encontrar una explicación. ¿Sería que habían recibido solicitud de ayuda de las policías occidentales? Esto lo descarté, en tal supuesto lo habrían hecho con la policía húngara. ¿Sería una delación? ¿Habrían descubierto que lanzaba bolas de nieve con piedras adentro? ¿O más bien sería que leyeron mi testamento en el cual lego mi cerebro a la Academia de Ciencias de la URSS? De verdad que no le encontraba razón al telegrama.

           Aunque este tipo de misterios y de intrigas me emocionan y creo que son de las pocas cosas que le dan sentido a la existencia, me sentía un poco inseguro. Era la KGB. No el Club Portorriqueño de Admiradoras de Menudo. Tenía que contactar a Farkas de inmediato.

           Luego de vestirme me dirigí a la fábrica de corbatas de la calle Denko.  Cuando llegué al sitio me llamó mucho la atención que ya no había puerta. Primero pensé que el lugar había sido allanado, pero en el acto me acordé de las termitas. Sí, la habían devorado sin dejar ni huellas de los vidrios. Es increíble la voracidad de las termitas en los países comunistas. Entré y pedí una corbata amarilla con mariposas verdes, que era la contraseña, y enseguida le dejé una carta escrita en arameo. En ella le informaba de los  últimos acontecimientos exigiéndole que me diera instrucciones precisas sobre los pasos a seguir.

           La respuesta de Farkas no se hizo esperar. A los dos días llegó personalmente a mi apartamento disfrazado de Sara Bernardht antes de la caída. Venía acompañado de Linka, el jefe de logística, que estaba completamente oculto dentro de un abrigo de pelos de puercoespín. Mi superior cambió la voz al llegar  al edificio para que nadie lo reconociera y una vez adentro todos nos sentamos alrededor de la chimenea para estudiar la situación.

           Mientras se quitaba la peluca y se arreglaba la falda, el comandante supremo de La Tropa de la Muerta me miró todo temeroso.

           -Creo que la cosa es grave, camarada –dijo-. Si la KGB lo llama sólo puede ser por dos cosas, o está tras de sus pasos y piensa liquidarlo, o usted está atrasado en el pago de la suscripción de las ediciones corregidas de la Historia del PCUS.

           No me alteré. Soy un tipo más bien indiferente cuando estoy ante cosas muy graves. Me levanté de la silla lentamente y me serví un poco de agua pesada con palinka, una mezcla que estaba experimentando para fabricar bombas sólo-rompe-cosas, y seguidamente le ofrecí un trago a los visitantes.

           -No gracias –dijo Linka, que como siempre temía que lo envenenara una broma terrorista.

           Farkas aceptó el trago. Apenas se lo bebió le hice su factura que me la canceló en el acto mientras se secaba la boca con la peluca.

           Yo rompí el silencio.

           -¿Qué hago? –pregunté-. ¿Me presento o me desaparezco un tiempo? Podrían enconcharme debajo de una cama por dos años. Con una buena ración de aceitunas incluso un poco más.

           Linka se desenredó la barba de las púas de su abrigo y sonrió siniestramente:

           -A la KGB no se le desaparece nadie.

           -Es cierto –afirmó Farkas- Lo mejor es que te presentes y le sigas el juego. Pero por favor, no le digas nada de nuestras reuniones. Te lo pido por mis hijos.

           -¿Y si me identifican como el autor de los golpes en Escandinavia y en París? –interrogué.

           -Bueno, en ese caso les dirás que tú trabajas solo. Ellos saben que hay terroristas independientes.

           Me tomé un trago puro de palinka. Sentí como me iba calcinando el esófago y luego unas inmensas llamaradas se alzaron dentro de mi estómago hasta que se apagaron por el intenso calor. El asunto no me gustaba. Siempre he desconfiado de los rusos. Son un pueblo de naturaleza campesina. Por su manera de ser son capaces de grandes sentimientos de amistad y solidaridad con todo el mundo, pero si uno no hace como ellos quieren, por la menor tontería le mandan un invierno. No se me olvidan las nevadas que arruinaron las cosechas de caña cuando Fidel se opuso a la industrialización, y personalmente conocí a dirigentes muy capaces que terminaron siendo usados como cubitos para enfriar los tragos de vodka en la celebración de los aniversarios del partido. Además, no era necesario ser muy inteligente para ver que mis jefes me estaban dejando solo. Su única preocupación era que yo pudiera delatarlos. No podía esperar gran cosa del futuro. Nubes informes y de oscuros tonos tormentosos se alzaban sobre mi cabeza colocándome en las volubles manos del destino.

           Los miré con cierta malicia y rompiendo el aire de expectativa que había dejado mi última pregunta dije:

           -Bueno, iré a Moscú. Confíen en mi silencio.

           -¿Cómo sabremos que cumplirás? –interrogó Linka con cierta angustia.

           Los miré de nuevo. Estaban tan nerviosos que decidí tranquilizarlos. Saqué la punta de la lengua y les mostré una afilada hojilla de afeitar que guardaba dentro de la boca, y dije:

           -Siempre la cargo debajo del pellejito de la lengua, y en un caso de emergencia primero me la corto y luego hablo, camarada.

           Los dos hombres se cruzaron una sonrisa de satisfacción y evidente tranquilidad.

 

           Estábamos repasando unas cuentas sobre mis depósitos en Suiza cuando Linka se puso a temblar en sacudidas espasmódicas. Primero se puso amarillo y con los ojos abiertos rodó por el piso mientras un líquido verde empezó a salirle por los oídos. Después, la larga barba se le erizó poniéndose como si fuera una escoba y un extraño y sonoro lamento le salió de la vesícula biliar a la vez que se quedaba tieso.

           -¿Qué le pasa? –salté diciendo mientras trataba de ayudarlo.

           -Déjalo –apuntó Farkas con indiferencia- acaba de darle un ataque de ira melancólica.

           -¿De ira melancólica? –interrogué.

           -Sí, es una víctima de la ira melancólica, ¿no has oído hablar de la ira y de la melancolía?, bueno, la ira melancólica es una mezcla de estos dos sentimientos.

           -¿Pero y ese líquido? –inquirí.

           -Es la biliomelancolina, una sustancia que se forma cuando se desahogan al mismo tiempo la vesícula y la glándula de la melancolía. A él le da todos los viernes a esta hora. Fue el momento en que rompió con Ana Piralova, una pérfida mujer que siendo su amante lo engañaba con su propia esposa. Después que le había jurado amor eterno él descubrió que lo usaba como instrumento para levantarle la mujer. Al poco tiempo las dos lo dejaron y se fueron a vivir felices a Disney World a donde él nunca quiso llevarlas para disfrutar las vacaciones.

           -Pero hay que hacer algo –repliqué.

           -No –dijo Farkas- es inútil, eso se le pasa sólo en algunos instantes.

           En efecto, no habían transcurrido dos minutos cuando después de lanzar por la boca un sonido de oboe roto, Linka abrió los ojos y lentamente fue recuperando su color normal. Se limpió los restos de biliomelancolina de los oídos, y sacudiendo la cabeza como un boxeador después que se recupera del knock out pidió disculpas mientras se sentaba de nuevo en el sillón.

           Le di un poco de agua pesada sin palinka y se sintió mucho más reconfortado. Al poco tiempo se levantaron y poniéndose los abrigos y la peluca de Sara Bernardht, se retiraron. Se llevaban la confianza de que el futuro de la organización quedaba asegurado debajo de mi lengua. Al igual, disimuladamente se llevaron dos Netsukes antiguos que yo me había cogido en la casa del Rey de Suecia.

           Cuando se alejaron pensé en matarlos, pero me puse a medita en como contactar a la KGB.

 

 

           La KGB no está oficialmente instalada en Hungría. Desde el punto de vista formal allí sólo están los tanques rusos que se encuentran en las afueras de los grandes poblados a donde entran de vez en cuando para cambiarles el aceite y  hacerles el servicio, y algunas unidades camufladas de tranvía en la plaza Moskva Ter. Puede ser que haya uno que otro agente que ha entrado como turista a disfrutar del nivel de vida de los húngaros a los que deben estar asignados en la embajada americana en Budapest. Pero en su lugar existe una agencia de representación de pezuñas de Ñu, que además de tener el monopolio en todo lo relativo a la importación y exportación de este importante producto, tiene una telefonista chismosa, que en el acto le cuenta a un novio ruso que tiene en la embajada, de todo lo que acontece en el país y de las llamadas telefónicas que continuamente se ligan en su teléfono especial.

           La agencia la dirige Herbert Plaf, un alemán retirado, adicto al caviar, que se vendió a los rusos por tres mil kilos de esta costosa delicatess cuando trabajaba como ayudante de cámara de Eva Von Braun. Plaf era un individuo carente del menos escrúpulo y sentimiento. Le recortaba personalmente las uñas a las ñues que iban al matadero. Era pública la manera que tenía de sacarse él mismo las muelas, partiéndoselas a mordiscos entre ellas y luego arrancándose con los dedos los pedazos fracturados. Fue a él a quien me dirigí para que le avisara a la KGB que estaba dispuesto a ser trasladado a la capital de los soviets.

 

 

* Sindicato de Parias, Extranjeros y Estudiantes Latinoamericanos lavaplatos en Estocolmo