EL TERRORISTA
Otrova Gomas
ALLEGRO
CON BRÍO
Las
instrucciones de Farkas eran precisas. El primer golpe sería una acción
combinada con dos terroristas de otras organizaciones hermanas que se me
plegarían en el aeropuerto de Orly. Juntos tendríamos que secuestrar un avión
de Lufthansa que lleva un grupo de turistas norteamericanos a Berlín y los
dejaríamos caer sobre la principal base yanqui en Alemania Occidental.
En
el restaurante del que entonces era el aeropuerto más importante de Francia,
contacté a los otros camaradas. Se trataba de Érika Wail, una combatiente del
ejército de Daniel el Rojo que apenas tenía catorce años, pero doce de lucha en
el movimiento. Vivía enconchada tejiendo y recortando mechas para bombas, y
como hobby reparaba los relojes para los mecanismos de tiempo. Por primera vez
se le daba oportunidad de ver seres humanos y vincularse al pueblo en una
acción directa; el otro era John Alden, un terrorista independiente que tenía
sus oficinas en la City de Londres. Veterano mercenario y ex piloto, John era
un hombre rico, de finos modales y una increíble amabilidad con la gente a la
que iba a liquidar. Yo a él lo conocía por las fotos. Era muy solicitado por la
policía francesa, porque actuando a la manera argelina recientemente había
lanzado cinco granadas juntas en el Drug Store del Barrio Saint Germain des Prés,
un bar realmente encantador en que dejó un saldo de diez muertos y sesenta
heridos. Además, había matado uno tras otro a los tres últimos embajadores
franceses en Trípoli ahorcándolos con una corbata de lacito de acero. Se las
daba para que se la midieran diciéndoles que era un obsequio de la Gran
Mezquita de París, y en cuanto les preguntaban cómo les quedaba, simulaba que
se las ajustaba pero en el acto cerraba el broche de seguridad, les levantaba
la barbilla y le daba vuelta y vuelta hasta que los asfixiaba.
Después
de los saludos de rigor nos sentamos en el café del restaurante de Orly para
esbozar rápidamente el plan del golpe.
Todo
el proceso de la acción quedó claro. En pleno vuelo sobre Alemania, una vez que
quedara servida la comida, Erica entraría en la cabina del piloto, y
arrancándole la llave del encendido al aparato apagaría los motores para
obligarles a obedecer. De inmediato nosotros, después de quitarles el postre de
los platos les mandaríamos a saltar sobre la base americana que está en las
afueras de Berlín.
Al
terminar de discutir los detalles, Alden, siempre afable y sin dejar de bromear
apuró la bebida y se levantó.
-Okey
–nos dijo- mientras llaman para abordar voy a regar unos tacos de dinamita por
las librerías, y acabar de una vez por todas con esos falsos free shop. Nos veremos en un instante.
Erica
lo miró con cierta displicencia. Luego me miró a mí y estalló en llanto.
Quise
consolarla pero se puso a llorar como una desesperada.
-Cálmate
–le dije-. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?
-No,
no, no es eso –respondió entre los sollozos que aumentaban peligrosamente.
-Entonces
no te pongas así. Esto es una cosa de rutina. ¿Nunca has matado a nadie?
-Sí,
a mi papá, pero no es eso.
Y
siguió llorando como una niña severamente castigada.
-Vamos.
¿Qué te pasa? Contrólate Erica, podemos llamar la atención.
Me
volvió a ver y sus ojos aumentaron el caudal de lágrimas.
-Ah,
comprendo –le dije- eres tímida y temes que te vean.
-No,
es que todo esto es muy triste, el mundo, la vida, todo me da lástima, yo nunca
los había visto, y así de pronto los comprendí y es el único sentimiento que
tengo por la gente.
La
bella terrorista sin dejar de llorar se agarró de mi hombro y empezó a mojarme
todo el saco. Yo la sobaba. Luego la besé en los ojos rojos y empapados y le
dije:
-Cálmate
pequeña, viéndote llorar así vas a hacer que me enamore, y tú sabes que eso no
puede ser.
Ella
calmando el llanto me miró a los ojos y después de una pausa de segundos volvió
a empezar. Esta vez las lágrimas parecían un aguacero mientras salían con toda
fuerza de su garganta. A cada momento yo me exprimía el traje empapado y
realmente no hallaba qué hacer. El líquido salado empezaba a mojarme tanto que
podría coger un resfriado. Además, se estaba formando un charco en el piso en
el que a cada rato resbalaban estrepitosamente los pasajeros apurados. La
abracé con todo cariño dándole la ternura que seguro nunca había conocido y
empecé a consolarla susurrándole cuentos groseros al oído.
Así
se sintió mejor. Se metió el pulgar en la boca y empezó a chupárselo mientras
me observaba con sus bellos ojos aguarapados de niña terrorista.
Al
poco tiempo las cornetas de notificación nos llamaron a abordar. John venía
retrasado. Había colocado doce bombas y varios dispositivos incendiarios que
estallarían en dos horas. Pero se le veía feliz, con esa sonrisa jovial y
reconfortante que siempre le acompañó hasta el día en que la Interpol lo
acribilló mientras oía misa.
El
avión 707 iba a veinte y seis mil pies de altura cuando los pasajeros
terminaban el segundo plato del almuerzo. Érika, ya completamente restablecida
de aquel ataque de lástima se introdujo en la cabina de mando mientras John y
yo estratégicamente colocados en la parte trasera del avión apretamos las
cachas de nuestras pistolas dentro del saco. La muchacha, para ser tan joven
actuó de una manera increíble. Sin darles tiempo a los pilotos de darse cuenta
de lo que hacía, arrancó la llave del encendido del motor apagando en el acto
las cuatro poderosas turbinas de aquel gigante de los aires.
-¡Si
se mueven me la trago! –dijo con una frialdad insospechada-. Este es un
secuestro, obedezcan a mis compañeros...
Yo
brinqué por el flanco izquierdo mientras John lo hacía por el otro. Ambos
cargábamos dos pistolas en las manos y rápidamente nos dirigimos al micrófono.
-Señores,
esta es una acción conjunta de comandos de los Ejércitos de Daniel el Rojo, La
Tropa de la Muerte y la Asociación Internacional de Terroristas Independientes.
Si no obedecen, nuestra compañera se tragará la llave del avión que se
precipitará por tierra acabando con ustedes.
Los
pasajeros horrorizados no hallaban qué hacer. El avión empezaba a descender a
veinte mil pies con los motores apagados. Esta vez fue John quien les habló:
-Primeramente
todos nos entregarán la torta de chocolate que tienen en el plato.
Con
esa orden muchos pasajeros indignados reaccionaron violentamente.
-¿La
torta de chocolate? ¿Pero con qué derecho?
Otros
no se contuvieron.
-No,
la torta de chocolate no...
-¡Cállense!
–gritó John, mientras que pasando con un pequeño saco empezó a quitarles el
postre a los desesperados viajeros que lo miraban con una pena horrible
reflejada en el rostro.
Érika
y yo del otro lado hacíamos lo mismo. Precisamente en ese instante, de espaldas
a nosotros, un hombre movió la mano con disimulo para esconder su dulce debajo
del asiento, pero para su desgracia John lo descubrió cuando volteaba. Apretó
el gatillo y le atravesó la mano con un balazo de su mágnum. La torta rodó por
el piso intacta y algunos pasajeros instintivamente trataron de saltar para
agarrarla, pero la mirada cruel de Erica los hizo desistir.
Apenas
sonó el disparo, el pánico se apoderó brevemente de los otros pasajeros; pero
no era por la mano del tortadicto, que después de todo no era la de ellos, sino
porque el aparato, con los motores apagados ya descendía aceleradamente hacia
los quince mil pies de altura.
Érika
desalojó a los tripulantes hacia el pasillo y sin dejar de apuntarlos le
entregó la llave a John para que tomara el mando. El inglés se sentó en la
silla del piloto y metió la llave. La pasó pero los motores no prendieron.
-Está
ahogado –dijo serenamente, mientras el avión aumentaba su caída de atracción
hacia los diez mil pies.
Probó
otra vez y nada. Las turbinas se negaban a arrancar. El avión entraba a los
nueve mil pies. Érika ya mostraba cierta preocupación cuando el inglés volvió a
probar sin resultado.
-Sí,
está completamente ahogado –dijo con su flema londinense-. Vamos a esperar un
poco, eso se le pasa en tierra.
-¿No
será la batería? –pregunté yo con mi eterna ignorancia en cosas de motores. El
ruido de angustia de los pasajeros no me dejaba oír la respuesta.
John
le dio de nuevo. Lo chancleteó, y el sonido estrepitoso de dos de las turbinas se
escuchó haciendo que el monstruo de acero y aluminio levantara la proa hacia
los cielos.
-¡Viva!
¡Nos salvamos! –gritaron todos los pasajeros aplaudiendo entusiasmados-. ¡Viva
el piloto!
Tomando
de nuevo el micrófono los contuve:
-Señores,
¡cállense! que ahora ustedes tienen que saltar.
-¿Qué?
–gritaron las voces cambiado el tono de alegría.
-Sí,
van a saltar sobre la base que tiene su gobierno sobre el corazón de Europa.
-¡Pero
eso es un crimen! –vociferó enérgicamente el Capitán de la Lufthansa.
Un
disparo seco y mortal de Érika lo dejó inerme.
-Sí,
es un crimen, ¿quién es el otro?
Nadie
habló. El avión recuperaba altura con sus cuatro motores encendidos mientras
John gozando un mundo lo orientaba hacia la base americana.
Al
ver que crecían los rumores y los desmayos entre los norteamericanos volví a
hablarles para tranquilizarlos.
No
deben preocuparse, sólo los lanzaremos cuando estemos a cinco mil pies. Usarán
las cobijas como paracaídas y el cojincito para amortiguar el golpe. Pueden
estar seguros de que no les pasará nada. Esto sólo es un golpe de propaganda.
Vayan cogiendo sus cobijas y sus almohadas.
Los
pasajeros se levantaron sumisamente y entre murmullos y descontentos empezaron
a coger sus piezas. El objetivo estaba a trece millas. Empezamos a bajar a diez
mil pies, luego a siete mil cuando John abrió
el automático de la puerta. El aire entró succionando como una inmensa
aspiradora que limpiaba todo lo que estaba libre. Pero ya a esa altura lo hacía
prácticamente inofensivo.
-¡Ahora,
salten! –grité disparando hacia el piso mientras me agarraba fuertemente de uno
de los asientos de primera.
Los
hombres y mujeres mirando hacia el vacío no me hicieron caso. Nadie se atrevió
a moverse. Érika, con el cabello desordenado por la corriente de aire clavó la
punta de su pistola sobre uno de ellos y lo empujó hacia el hueco.
-¡Salte
o disparo! –le dijo.
Así
fueron cayendo unos tras otros agarrándose de las cobijas que en el acto se
abombaban como paracaídas. En breves instantes el cielo se llenó de puntos
rojos que descendían suave y lentamente. En ese momento, John, sin consulta
previa con nosotros, localizó en la radio la frecuencia de la base militar
americana y transmitió un mensaje que no estaba en el programa.
-Atención,
atención, esta es una invasión comunista contra la presencia de bases militares
americanas en Europa. Allí van nuestros primeros hombres...
Cuando
el avión volvió a ascender a los veinte mil pies, el ruido de las
ametralladoras empezó a coincidir con la vibración del cuerpo de los turistas
que se sacudían mientras eran acribillados por el impacto de las balas pagadas
con sus impuestos.
El
pequeño grupo que habíamos formado se disolvió en el aeropuerto de Copenhague.
Al tocar tierra de inmediato salimos del avión por la parte trasera de la pista
sin que nadie no notara, y una vez repartidos equitativamente los dulces y
chocolates y algunos jaboncitos que nos habíamos cogido de los baños, nos
despedimos tomando cada uno por su lado. Yo me quedaría un breve tiempo en
Dinamarca en cumplimiento de una pequeña misión antes de seguir para Estocolmo.
Cuando
uno se escapa por el extremo oeste de la pista del aeropuerto de Copenhague,
apenas salta la alambrada de púas, cae en un campo de cadillos. Una vez
recuperado de la impresión, si camina unos cien metros hacia el norte en el
acto se encuentra con la autopista. Yo me equivoqué y cogí hacia el sur y lo
que encontré fueron más campos de cadillos. Así pasé unas horas brincando y
maldiciendo hasta salir a la carretera. Después de limpiarme la ropa de esa
garrapata vegetal paré un taxi y en mi limitado alemán con acento danés le pedí
que me llevara al centro.
Sepultado
en la parte trasera del cómodo Mercedes recibí el bombardeo incesante de los
avisos del camino: Andersen. Peterson. Larden. Shell. Coca Cola. Mujeres
ofreciendo las delicias de un jabón. Machos viriles tomándose un trago que
hacía rendir a sus pies a las mujeres y al jabón. De nuevo el mundo alienante
de la publicidad capitalista.
El
vehículo entró en el área del centro cruzando calles impecablemente mantenidas.
Por todas partes se veía un orden y un aseo que estaban ligados a la evidente
prosperidad nórdica. Nunca antes había percibido una ciudad tan bien cuidada. A
pesar del invierno incipiente, las flores estaban en todos los balcones y en
las plazas, en las que apenas se notaban los restos de las hojas del
otoño. Pasamos por la parte de los
barrios obreros, y los más pobres se éstos se veían con trajes superiores a los
que usa nuestra clase media. La elegancia y cuidado de sus gestos superaba a
los de la clase alta, y las mujeres sencillas que se veían por doquier con sus
ojos azules y los pelos en cascadas serían la envidia en las reuniones más
encopetadas de la alta sociedad de los países subdesarrollados.
Descendí
cerca del Gotehergade para caminar un poco. Las tiendas eran ricas en
variedades de estilo, Muebles, joyas, tapices. Una gran abundancia ofrecida de
manera discreta y con extremado buen gusto. Los puestos de periódicos mostraban
fotos y revistas eróticas, que eran observados con cierta indiferencia por
niños de cuatro y cinco años. Pensé en las caras de enfermos y los ojos
desbordados de nuestros funcionarios aduaneros que las decomisaban para
establecer su curioso y aberrante monopolio del pecado.
Me
asombraba por igual, del orden presente en las cosas pequeñas y en las grandes,
así como el peso moral de los ciudadanos por su trasgresión. No obstante, toda
esa pulcritud me hacía sentir incómodo. Realmente me parecía un poco absurdo
actuar en un sitio tan agradable en donde no se veían por ningún lado que
existiera un pueblo explotado ni las injusticias sociales. Pero esas eran mis
instrucciones. Sólo me restaba tratar de encontrarle defectos a todo aquello y
justificar el sangriento trabajo que tenía que cumplir.
Fue
después de mucho pensar que lo encontré. Les hice responsable del orden. Sí,
eso era. Estos países, con su aparente belleza y paz social exportaban los
modelos del orden al servicio de las clases dominantes de Asia, África y
América Latina. Además, era obvio que igualmente exportaban cánones de belleza
para las publicidades. Esos rostros blancos, de líneas suaves, ojos azules y
cabellos rubios y sedosos eran la materia prima para la propaganda de champúes.
Ahora se me justificaba sobradamente la operación.
Me
detuve en un pequeño restaurante y luego de comer frugalmente una sardina
cruda, busqué en un mapa de la ciudad el sitio donde estaba mi objetivo: La pequeña sirena de Copenhague.
Debo
aclarar para los ignorantes que lean este libro, que después de los cuentos de
Hans Christian Andersen, de la mantequilla, los perros y los muebles daneses,
la pornografía y el famoso escándalo por la ruptura de Sören Kierkergaard con
Cristina Olson, la cosa más conocida de Dinamarca es la Pequeña Sirena de
Copenhague. Se trata de una escultura de bronce casi del tamaño natural, que
representa una joven sirena verdosa montada en unas piedras. La escultura se
encuentra frente al mar Báltico en la zona de los puertos, en Langilinien,
cerca de Slaget paa Reeden, y es el objeto más fotografiado de ese país después
de los órganos genitales de los modelos para las revistas y películas
pornográficas.
Mi
misión era cortarle la cabeza.
Tomé
otro taxi hacia el lugar donde se encontraba, haciéndole coger la ruta del
boulevard Hans Christian Andersen para observar con cuidado toda la zona
portuaria. Tendría que ver donde aparcaban las pequeñas naves deportivas, ya
que después del secuestro del avión, mi fuga hacia Estocolmo tendría que ser
por mar.
Llegué
al sitio en muy poco tiempo. Después de descender miré con cuidado hacia los
alrededores. La pequeña sirena estaba como siempre rodeada de turistas que le
tomaban fotos. Algunos en realidad lo que tomaban eran fotos de los que estaban
tomándole fotos a la Pequeña Sirena. Pensé en lo necio que es el alma del
turista promedio.
Al
despejarse un poco la masa de fotógrafos me le acerqué para detallarla. Ella se
orienta hacia el otro lado del puerto observando siempre las decenas de barcos
de todos los calados que entran y salen
constantemente por el canal de Indehavn. Se encuentra a unos dos metros del
suelo y pude constatar que no es tan hermosa. La escultura en sí tampoco es un
trabajo de gran calidad. Otra cosa sería
si Miguel Ángel se hubiera venido a pasar una temporada a Dinamarca.
Finalmente,
saqué mi cámara de foto y sin que me vieran la retraté.
Con
el pequeño control que hice de aquel sitio pude constatar que no había policías
en el área de la estatua. Los únicos que podrían ver mis movimientos serían los
tripulantes de los barcos que paseaban por el canal. Antes de retirarme para
comprar los instrumentos de trabajo le medí mentalmente la circunferencia del
cuello, y dándole unos golpecitos con el dedo en las piernas vi el tipo de
material constatando que era bronce barato. No había la menor duda, decapitarla
sería una tarea fácil. Sólo era cuestión de regresar al anochecer.
A
eso de las cinco de la tarde el lugar estaba completamente oscuro. Comprobé que
no había nadie por los alrededores y me encaramé en la piedra ayudado por los
fuertes brazos de la estatua. Lo demás fue sencillo. Me abracé a ella simulando
que era uno de esos marineros que llegan a los puertos, aman y se van. Mientras
la besaba en los sitios a los que le gusta a las estatuas, con una afilada
segueta lentamente la fui decapitando. A pesar de que estoy seguro que como
fría mujer nórdica ni siquiera se dio cuenta de lo que le hice, pude notar que
en el momento en que se le desprendía la cabeza, un ligero quejido sensual se
escapó de sus labios indiferentes.
En
el centro de la ciudad concluí mi trabajo. Puse la cabeza en una caja acolchada
para protegerla y se la envié por correo al Primer Ministro de África del Sur
complicándolo en el golpe terrorista. En la caja había una nota que decía
brevemente en unas líneas: “Listo jefe,
ya tiene lo que me pidió”, luego, en una breve carta que dirigí al Rey de
Dinamarca le decía que había visto al alto funcionario racista decapitando a su
pequeño monumento nacional. Le juraba
que en la penumbra lo vi con la cabeza en una mano diciendo: “-To be black or not to be black, that is the
question”.
Creo
que esto dio los resultados que esperaba, porque algunas semanas más tarde
después que los agentes de seguridad daneses detectaron la cabeza en Pretoria,
las relaciones entre los dos países se empezaron a deteriorar. Finalmente estas
se hicieron casi insoportables por el continuo cruce de cartas de acusación y
aclaratorias.
Cumplida
la misión, al siguiente día, en horas de la madrugada me trasladé hasta una
marina en la que había visto un pequeño velero de mi agrado. Me subí sin que me
vieran y saltando las amarras del muelle en donde se aparcaba, levanté la vela
mayor. Sin despedirme del capitán de puerto salí llevado por el viento hacia el
corazón del Báltico. Enfilaba mi proa hacia el Golfo de Botnia para atracar en
los fondeaderos de Estocolmo.
* * * *
Entré
al puerto de Estocolmo arrastrando sesenta toneladas de calamares y langostinos
moribundos. Sin darme cuenta, la pequeña embarcación que había tomado al salir
de Dinamarca era un pesquero de altura camuflado para evadir impuestos. Después de cinco días de
navegación cargando animales de todos los tamaños que agonizaban en las redes,
comencé a sentir que el bote perdía velocidad, pero la causa real sólo pude
determinarla cuando el olor de los pescados en agonía se hizo casi
insoportable.
Decidí
aprovechar aquella causalidad con que me había premiado el destino para dar un
golpe maestro en mi entrada al país que siempre ha sido el modelo ideal de
prosperidad capitalista. Desembarqué por los lados de Slussen y con la ayuda de
dos viejos marineros retirados, subí a tierra mi improvisada pesca. Les ofrecí
una jugosa recompensa si me ayudaban a repartir los calamares y langostinos
muertos en los sitios claves de la ciudad. Y así lo hicimos. Con cuidado, y
poniendo en práctica la estrategia de Bakunin para golpear el corazón del
sistema, los escondimos en los alcantarillados, en los huecos de los ascensores
y en las chimeneas.
Pobre
Suecia la de esos días. Durante seis semanas prácticamente se paralizaron todas
las actividades. Tuvieron que evacuar la zona sur de la ciudad próxima a los
muelles. El olor intenso y penetrante afectó tanto la vida normal y el comercio
de la ciudad que tuvieron que debieron suspenderlas por un período indefinido. Al principio, la gente en un gesto
de buena educación se retiraba con cierto disimulo de los lugares afectados,
pero al final gritaban como locos y caían desmayados pidiendo clemencia en sueco.
No
sé cuando descubrieron los depósitos secretos de los frutos de mar que habíamos
escondido, porque apenas terminamos yo me fui corriendo hacia el lado opuesto
de la hermosa villa. Después de tomar un buen baño me dirigí hacia el palacio
real en donde me esperaba impacientemente el Rey de Suecia.
* * * *
El
Rey de Suecia era una extraordinaria persona. Amable, de gran educación y una
amplia cultura que se le notaba por sus profundos conocimientos de los juegos
populares venezolanos. Era experto en gurrufío, conocía las reglas del
conti-tumba y dominaba la perinola como el mejor campeón de nuestros barrios al
igual que se enfrascaba con pasión en una partida de metra sabanera, hablaba
con igual profundidad sobre la concepción eidética de Husserl, de las
variaciones cromo somáticas en la teoría de Zimmermann o de los errores que
tenían que haber en la copia de las partituras originales de Shomberg.
Me
cayó bien el Rey de Suecia. Sobre todo por su hija, quien más tarde sería la
heredera de la casa real, y con quien pasé tardes increíbles jugando gárgaro y rascabuchándonos
en los jardines del palacio de Storkyrkan. Por todas esas circunstancias me
propuse ayudarlo a pesar de las marcadas diferencias ideológicas que nos
separaban. Puedo asegurar que nadie se preocupó tanto ni profundizó de tal
manera los síntomas y las causas de aquella extraña forma de hipo que lo
consumía lentamente.
Tal
como me lo había dicho Purilo, el sonido de su hipo era exactamente igual a
cualquier hipo popular, pero en lo que se le irritaba el nervio frénico y se
iniciaban las contracciones musculares del diafragma, éstas lo levantaban del
suelo impulsándolo unos veinte centímetros del lugar de donde estaba. Parecía
una rana el pobre Rey. Tal vez detrás de todo estaba la vieja maldición que
convierte a los reyes en batracios, y me pregunté si ese no sería el lento
proceso de su conversión, lamentablemente, con la figura envejecida del monarca
iba a ser muy difícil que hubiera una doncella dispuesta a darle un verdadero
beso de amor.
Aquella
saltadura del Rey le traía serios inconvenientes de protocolo. Prácticamente no
podía usar la corona porque se le caía en los actos oficiales, y éstos se
volvían incómodos porque para poder hablarle, los invitados también tenían que
pegar brinquitos siguiéndole los pasos. Los funcionarios del palacio habían
encontrado una forma muy pedestre para impedir que el Rey saltara y se les
fuera: lo amarraban, bien fuera de su trono favorito para ver televisión o en
los asientos donde simulaba trabajar. Lo amarraban a duras sogas y cadenas
ensartadas a sus brazos, pero el pobre sufría con los golpes del jalón. De la misma forma se hicieron tremendos y
costosos esfuerzos para darle un buen susto. Éstos iban desde el tradicional
grito por la espalda cuando estaba descuidado, hasta lanzarlo sorpresivamente
por un puente de veinte metros. En esa línea de sembrarle el pánico le hicieron
creer que la revolución francesa había llegado a Suecia, otro día, usando una
letra de cambio forjada simularon un embargo sobre todas las joyas de la corona
y sus acciones en la Volvo. Pero todo fue infructuoso. El Rey vivía
aterrorizado, pero el fatídico brinquito del hipo no se le quitaba.
Mi
primera conclusión después de observarlo cuidadosamente y estudiar el cuadro
clínico, fue que se trataba de un hipo crónico y por lo tanto era incurable.
Además, pude darme cuenta al detallarlo que las intermitencias eran de un hipo
cada treinta segundos, el cual lo desplazaba veinte centímetros por vez para
darle una velocidad promedio de dos kilómetros por hora. Así determiné que
impulsado por energía hípica, matemáticamente hablando, el Rey podría darle la
vuelta al mundo en cuatro años y seis meses cogiendo por la ruta del Trópico de
Capricornio. Anoté los interesantes resultados en mi libreta de records
mundiales y me puse a buscarle una salida práctica para ayudarlo a resolver
aquel problema.
Fue
terminando de cenar en una agradable noche a orillas del lago Malar, mientras
besaba a dos de sus hijas como postre, cuando se lo dije:
-Su
majestad, yo estuve sacando cuenta, y para que usted no brinque la única manera
es meterse setenta kilos de plomo en los bolsillos de la capa. Eso incluso le
convendrá, porque cada año, cuando los súbditos le den su peso en impuestos
poco a poco devendrá más rico.
Aunque
me miró con cierta picardía, al principio el Rey no quiso aceptar la solución.
En su criterio el pueblo sueco ya no daba más; estaban literalmente hasta la
coronilla de mantenerlo a él y a su familia. Pero finalmente logré convencerlo
con los argumentos del alto costo de la vida para los sectores más pudientes,
la inflación galopante que afectaba a Suecia y la necesidad de aprovechar la
coyuntura histórica que tal vez ya no se le volvería a presentar.
Así
se resolvió todo. Apenas se metió el plomo en los bolsillos el empujón del hipo
ya no podía levantarlo. Aunque ahora caminar se le hacía muy pesado, el Rey
estaba feliz con aquella idea salvadora. Y sin la menor duda con ella
satisfacía secretamente su desmedida codicia de monarca. En reconocimiento me
ofreció la mano de la más bella de sus hijas: la esplendorosa princesa Irene.
Pero
yo estaba muy joven para pensar en matrimonio. Lo primero eran mis estudios y
mi carrera. Como no podía despreciar el gesto del anciano monarca, me fui por
la tangente, y ajustándome al estricto sentido de sus palabras le dije que me
llevaría la mano de la princesa apenas se la cortaran.
Este
tipo de cosas es muy delicada entre los nobles y la realeza. Allí la palabra
comprometida es algo sagrado que por razones de apariencia y dignidad la gente
respeta por encima de cualquier cosa. Por eso el Rey, entre la espada y la
pared apenas sí se atrevió a insinuarme que me la había ofrecido toda. Pero me
porté a la altura. Para no afectar mis intereses, con gran habilidad
diplomática le dije que sólo aceptaba lo que inicialmente me había dado.
En
cumplimiento de lo prometido, el corte de la mano de la bella princesa Irene se
llevó a cabo el 13 de Diciembre de 1963 en la intimidad de la familia. Al igual
que todos esos actos de entrega de la mano de una hija, fue una escena
desgarradora que produjo gran consternación entre todos los presentes.
Colocándola en un suave cojín de terciopelo, el verdugo del palacio se la
desmembró de un solo golpe mientras sonaban las notas triunfales del himno
sueco y el Gloria al Bravo Pueblo venezolano. Después del hachazo, para vender
la hemorragia de su sangre real tuvieron que hacerle una transfusión con casi
dos litros de azul de metileno.
Una
vez que recibí la blanca y delicada mano de Irene, la guardé en mi viejo
maletín y agradeciéndoles por todas las atenciones recibidas me despedí del Rey
y su familia. Abandonaba la riqueza, el poder y la gloria que me ofreció la
realeza para poder seguir mi ruta militante. Ahora tendría que dirigirme a
cumplir la misión paralela que tenía encomendada en aquel hermoso país de
apacibles lagos y frondosos bosques.
La
misión estaba íntimamente ligada al famoso Premio Nobel.
* * * *
El
Premio Nobel es una institución nacional en Suecia. Fue instaurado en 1.895 por
Alfred Nobel, el genial inventor de la dinamita, para premiar a los mayores
logros y figuras de la ciencia, la paz y la literatura. Es una especie de Oscar para la gente
inteligente. Pero lo que muchos no saben es que el verdadero interés del mago
de la nitroglicerina, fue castigar y martirizar a los candidatos derrotados.
Este nivel tan fino y sofisticado de la crueldad ha confundido a centenares de
escritores y científicos que como tontos ratoncitos caen en la trampa cuando
suenan las trompetas para la repartición de premios.
De
ellos son incontables los que han frustrado su obra cuando sus nombres ni
siquiera se barajaron en la lista, y muchos suicidios ocurridos en estos
niveles académicos han tenido su oscura causa en la selección de algún mediocre
rival de la inconsolable víctima.
Nosotros
no estábamos contra el premio en sí. Pero teníamos que definir nuestra posición
y ampliar la esfera de sus actividades para darle más contenido popular.
Igualmente queríamos conseguir la influencia sueca para una repartición más
justa del prestigio y el dinero.
Me
fui una helada mañana de aquel Diciembre a la sede de la Academia. Recuerdo que
entré al pulcro y silencioso recinto con los zapatos sucios por el barro que
produce la nieve derretida. Me atendió el portero, Hans Liverstoren, un tipo
desagradable y rostro ceñudo que ladrando no quería dejarme pasar y se negaba a
hablarme en español bajo la excusa que él sólo sabía sueco y esperanto en cuti.
Para suavizar un poco la tensión que se había formado, le hablé en un idioma
internacional: lo soborné. Le tiré en la
cara un poco de billetes de a dólar que me quedaban de la pequeña imprenta
privada de divisas que teníamos en Bucaramanga, y ya un poco más amable me
condujo donde el famoso Arnold Elmer, Director del Instituto Nobel y Tesorero
encargado de la conocida institución al servicio imperialista.
La
Academia Sueca es uno de esos sitios donde se siente la ausencia de la vida.
Uno se extravía entre sus largos y limpios pasillos, de techos altos que se
mezclan entre sí como en un juego de espejos. A medida que pasaba veía letreros
con palabras de otro mundo, completamente incomprensibles y que se referían a
importantes personajes de la vida científica de Suecia. Pude ver la foto de
Meharleen Kraft, el inventor de la mayonesa y recuerdo el sonar suave y cantarín
de una pequeña fuente de sabiduría que estaba al final de uno de los
corredores. Apenas nos dejaron solos, le mostré a Elmer unas fotografías antes
de explicarle la razón de mi presencia. Enfrente de sus ojos tenía dos
colecciones de fotos de su familia en líneas paralelas. En un juego de retratos
se veían todos felices y sonrientes en escenas familiares, y en el otro,
gracias a un increíble truco fotográfico que me habían enseñado en un curso en
la escuela de terroristas, aparecían las mismas personas pero horriblemente
mutiladas y con el rostro desfigurado.
El
sueco tembló al ver aquello. No hallaba que decirme. Quiso hacerse el sueco y retirarse para pedir
ayuda, pero no pudo. Me lo imaginé. Por la descripción de Farkas, noté en el
acto que como buen anglicano adoraba a su familia. La sola idea de que algo
pudiera ocurrirles le ponía en un estado incontrolable de angustias y temores.
Entonces le hablé. Le dije de una manera muy concisa cuales serían sus
obligaciones desde ese momento, en el cual, gracias al pánico quedaba nombrado
miembro de la retaguardia de nuestra organización. En caso de no ajustarse a
las instrucciones que le daría, tendría la oportunidad de ver convertirse a
cada uno de los hermosos integrantes de la primera foto en lo quedara de carne
y hueso de la segunda.
Fui
preciso en mis demandas. En primer lugar, debía impedir que por ningún motivo
se le diera el Premio Nobel a Jorge Luis Borges; en segundo lugar, me prestaría
mil coronas; tercero, se crearía el Premio Swedemborg, nombre del destacado
científico, filósofo y místico sueco, el cual consistiría en una recompensa y
reconocimiento al inventor que desarrollara el explosivo más potente y
destructivo de la faz de la tierra; y finalmente, el cuarto punto sería la
creación de tres nuevas menciones en el Nobel: el Nobel a la mujer más
interesada, el Nobel al político más estúpido y el Nobel a la grosería más
llena de contenido humanitario. En sus manos quedaba procurar que se cumplieran
mis instrucciones, en caso contrario el destino de la familia Elmer ya estaba retratado.
Después
de dejarle las fotos de los falsos descuartizados sobre la mesa, sin escuchar
sus temblorosas palabras me retiré manchando las alfombras con los últimos
restos de barro que me quedaban en los zapatos. Mi figura alargada y oprimida
por el pesado abrigo se alejó con sonoros pasos de aquel sacrosanto templo de
la ciencia. Una vez más el pueblo se había vengado.
No
quise dejar Estocolmo sin antes despedirme de Hernán Grofe, un viejo amigo y
compatriota que lavaba platos en la capital de Suecia. El Barbas, como lo
llamaban los estudiantes venezolanos por todos los lugares donde pasaba. Grofe
estudiaba medicina en Rumania y vivía como un colibrí de divisas flotando por
toda Europa en una búsqueda desesperada de dólares que se ganaba lavando platos
por los restaurantes del viejo continente. Gracias a su esfuerzo gremialista,
logró instaurar el sistema de pago por plato lavado con aumento proporcional al
tipo de secado, y obtuvo rebajas importantes en el descuento por plato
quebrado.
Lo
encontré en la sede del Sindicato de Parias, Extranjeros y Estudiantes
Latinoamericanos lavaplatos en Estocolmo* donde en ese momento estaba metido en
una enorme piscina con forma de fregadero en la cual los trabajadores se
reposaban de la jornada diaria.
Lo
vi extenuado. Tenía las manos arrugadas por los efectos del jabón y la humedad.
Igualmente la barba se le veía toda deshilachada de tanto usarla para secar
platos, un sistema que había descubierto para darle mayor rendimiento a su
trabajo. Me dio lástima. Le di unos dólares que me quedaban y unos consejos
para volver locas a las suecas. Éstos se los di en francés para que no
entendieran los centenares de españoles, portugueses e italianos que nos oían
con curiosidad mientras descansaban del esclavizante trabajo de mantenerles
limpios los platos a los suecos. El Barbas era un hombre con gran sentimiento
de la dignidad y del orgullo. Tal como me lo imaginé, me devolvió los consejos
y se quedó con el dinero prometiendo que me visitaría a la mayor brevedad en
uno de sus frecuentes pasos por Budapest.
Ya
no lo volví a ver. Fue absorbido para siempre en el terrible mundo de las
cocinas. Lentamente se fue degenerando a medida que caía cada vez más adentro
en su adicción por los detergentes y a la grasa cortada y a comer pañitos de
secar. Paz a sus restos de esos tiempos, que quedan como un monumento al
placer, levantado con ese esplendor intenso de los que conocieron Europa libres
de los fantasmas embriagantes y confusos de la fortuna.
Después
vinieron Helsinki, Oslo y Las islas Feroe. Brevemente pasé por estas capitales
nórdicas y rincones perdidos en el Mar del Norte con la INTERPOL, la Sureté,
Scotland Yard, el FBI y algunos cobradores siguiéndome los pasos. Había sido
delatado por el tránsfuga y traidor Rubisteo Margolio, un sucio ex terrorista
que le cogió miedo a un atentado suicida que le habían asignado, y día a día
denunciaba a alguien en el famoso programa “Descubra el personaje” que
transmite regularmente la BBC de Londres.
En
Oslo acabé con los osos polares del zoológico manipulando el sistema de
calefacción; primero se los alzaba poniendo el lugar caliente como en África, y
cuando desesperados se quitaban la piel por el calor se la bajaba poniéndolos a
tiritar como en el polo. Así los tenía a punto de pulmonía hasta que cuando vi
que se estaban volviendo locos, por compasión elevé al máximo la calefacción y
los freí en su propio aceite. Luego derretí un iceberg en Berlevag, donde
veraneaba Knut Hansum. Lo desenchufé y produje una terrible inundación en el
poblado de Tana al aumentar el nivel de las aguas en la desembocadura del río
del mismo nombre. Este desbordamiento es muy conocido en la Historia Universal
de los Desastres porque no dejó ni un damnificado. Desgraciadamente hacía seis
meses que los habitantes de Tana se habían mudado.
En
Helsinki comprobé personalmente la existencia del presidente Kekonnen y quemé
unas tres mil toneladas de papel de carta para reducir el excesivo y peligroso
crecimiento de la correspondencia inútil y el papeleo en las oficinas públicas
alrededor del mundo. Luego de pasar unos días en las islas Feroe, donde
organicé una huelga de hambre contra la demencia senil, enfilé hacia Budapest.
***
Había
regresado a la capital húngara para descansar un poco de la enorme tensión de
aquellos días nórdicos. Realmente me encontraba agotado; para colmo se me
sumaron las tremendas dificultades en el aeropuerto al tratar de introducir la
mano de la Princesa Irene sin licencia de importación. Aquello no figuraba en
la atrasada nomenclatura arancelaria del COMECON. Por más que buscamos no
aparecía el rubro “Manos de Princesa”.
Al descubrirse que la mano era de origen noble la cosa fue peor. Este
tipo de artículos está terminantemente prohibido importarlos en los países
socialistas. Fue después de largas y pesadas discusiones sobre la filosofía
arancelaria y una salvadora llamada del partido para que me ayudaran, que como
una concesión graciosa se me permitió introducir tres dedos; el resto fue
decomisado, y como siempre pasa en las aduanas nunca supe de su suerte.
En
ese tiempo ya había un frío intenso. La temperatura del centro de Europa bajaba
hasta menos de veinte grados centígrados y casi todo estaba congelado. Como ya
no tenía el hábito de vivir en freezer, decidí invernar. Dormía veintitrés
horas diarias. Me despertaba todas las mañanas a las once, me veía la cara en
el espejo para comprobar que todavía estaba, me comía una aceituna, y después
de tomarme un vaso de vodka volvía a ocultarme debajo de la pesada colcha.
Con
frecuencia encontraba en mi cama a una que otra amiga húngara que se metían
buscando la segura y confortable calefacción central que siempre se dispensaba
en mi apartamento.
Los
estudiantes venezolanos también me visitaban. Se sentaban a un lado de la cama,
y cuando veían que estaba solo levantaban la cobija buscándome conversación.
Gracias a la feliz circunstancia de que hablo dormido, nos enfrascábamos en
amenas discusiones sobre el origen de las cosas y nos poníamos a criticar a
Dios y a toda su descendencia. Muchas veces llegaban estudiantes venezolanos de
otros países socialistas que estaban de paso por Hungría. Para celebrar el evento
y quitarse el frío se emborrachaban y armaban grandes escándalos en el
apartamento. Recuerdo que en mis sueños oía los regaños que les daba el
conserje porque se le orinaban en la puerta. Ellos se reían de su gracia a la
vez que lo mandaban al carajo.
No
puedo recordar con exactitud la fecha en que pasó por allí durante aquel
invierno o el siguiente, Mario Baldeón. Venía de Praga y se regresaba hacia
Caracas para entrarle de frente al trabajo político. Apareció con un pesado
abrigo de microondas en el cual se podía cocinar un pollo. Se lo cambié por uno
de piel de morrocoy, una capa y un bastón de mago. Sabía que los iba a
necesitar.
A
fines de Febrero entraron los vientos fríos de verdad. Son los anticiclones que
viniendo de Ucrania, a través de la Siberia y la estepa rusa, se infiltran por
las pusta y entran formalmente en Hungría bordeando las márgenes del Tiza. En
esos días ocurrió algo imprevisto en mi rutina de comida, amor y sueño. Una
tarde, cuando disfrutaba tranquilamente de mi aceituna, recibí un telegrama
proveniente de Moscú. Aquello me produjo una mezcla indefinible entre el temor
y la sorpresa. Lo abrí con las manos apresuradas buscando desdoblar más rápido
el papel con la impaciencia, y pude leer en perfecto español:
“A
objeto de tratar asunto que le concierne le agradecemos ponerse en contacto con
esta oficina a la mayor brevedad posible. Vladimir Kropov. KGB. Plaza
Dhernzynky 34. Moscú. Preguntar por La Beba”.
La
mirada de sorpresa se me salió por los ojos, cayó estrepitosamente sobre el
papel y luego rodó al suelo donde se volvió añicos. ¿Qué demonios quería
conmigo al KGB? Una vez le había
nombrado la madre a un chofer de la embajada rusa en Caracas. ¿Pero era
eso algo tan grave para los organismos represivos del poder soviético? No me
parecía, sobre todo porque el chofer también me la había nombrado a mí y así
vivíamos todos los choferes en Caracas. ¿Qué otra cosa podía ser? Todo era
sumamente extraño. Le daba vueltas a la cabeza tratando de encontrar una
explicación. ¿Sería que habían recibido solicitud de ayuda de las policías
occidentales? Esto lo descarté, en tal supuesto lo habrían hecho con la policía
húngara. ¿Sería una delación? ¿Habrían descubierto que lanzaba bolas de nieve
con piedras adentro? ¿O más bien sería que leyeron mi testamento en el cual
lego mi cerebro a la Academia de Ciencias de la URSS? De verdad que no le
encontraba razón al telegrama.
Aunque
este tipo de misterios y de intrigas me emocionan y creo que son de las pocas
cosas que le dan sentido a la existencia, me sentía un poco inseguro. Era la
KGB. No el Club Portorriqueño de Admiradoras de Menudo. Tenía que contactar a
Farkas de inmediato.
Luego
de vestirme me dirigí a la fábrica de corbatas de la calle Denko. Cuando llegué al sitio me llamó mucho la
atención que ya no había puerta. Primero pensé que el lugar había sido
allanado, pero en el acto me acordé de las termitas. Sí, la habían devorado sin
dejar ni huellas de los vidrios. Es increíble la voracidad de las termitas en
los países comunistas. Entré y pedí una corbata amarilla con mariposas verdes,
que era la contraseña, y enseguida le dejé una carta escrita en arameo. En ella
le informaba de los últimos
acontecimientos exigiéndole que me diera instrucciones precisas sobre los pasos
a seguir.
La
respuesta de Farkas no se hizo esperar. A los dos días llegó personalmente a mi
apartamento disfrazado de Sara Bernardht antes de la caída. Venía acompañado de
Linka, el jefe de logística, que estaba completamente oculto dentro de un
abrigo de pelos de puercoespín. Mi superior cambió la voz al llegar al edificio para que nadie lo reconociera y
una vez adentro todos nos sentamos alrededor de la chimenea para estudiar la
situación.
Mientras
se quitaba la peluca y se arreglaba la falda, el comandante supremo de La Tropa
de la Muerta me miró todo temeroso.
-Creo
que la cosa es grave, camarada –dijo-. Si la KGB lo llama sólo puede ser por
dos cosas, o está tras de sus pasos y piensa liquidarlo, o usted está atrasado
en el pago de la suscripción de las ediciones corregidas de la Historia del
PCUS.
No
me alteré. Soy un tipo más bien indiferente cuando estoy ante cosas muy graves.
Me levanté de la silla lentamente y me serví un poco de agua pesada con
palinka, una mezcla que estaba experimentando para fabricar bombas
sólo-rompe-cosas, y seguidamente le ofrecí un trago a los visitantes.
-No
gracias –dijo Linka, que como siempre temía que lo envenenara una broma
terrorista.
Farkas
aceptó el trago. Apenas se lo bebió le hice su factura que me la canceló en el
acto mientras se secaba la boca con la peluca.
Yo
rompí el silencio.
-¿Qué
hago? –pregunté-. ¿Me presento o me desaparezco un tiempo? Podrían enconcharme
debajo de una cama por dos años. Con una buena ración de aceitunas incluso un
poco más.
Linka
se desenredó la barba de las púas de su abrigo y sonrió siniestramente:
-A
la KGB no se le desaparece nadie.
-Es
cierto –afirmó Farkas- Lo mejor es que te presentes y le sigas el juego. Pero
por favor, no le digas nada de nuestras reuniones. Te lo pido por mis hijos.
-¿Y
si me identifican como el autor de los golpes en Escandinavia y en París?
–interrogué.
-Bueno,
en ese caso les dirás que tú trabajas solo. Ellos saben que hay terroristas
independientes.
Me
tomé un trago puro de palinka. Sentí como me iba calcinando el esófago y luego
unas inmensas llamaradas se alzaron dentro de mi estómago hasta que se apagaron
por el intenso calor. El asunto no me gustaba. Siempre he desconfiado de los
rusos. Son un pueblo de naturaleza campesina. Por su manera de ser son capaces
de grandes sentimientos de amistad y solidaridad con todo el mundo, pero si uno
no hace como ellos quieren, por la menor tontería le mandan un invierno. No se
me olvidan las nevadas que arruinaron las cosechas de caña cuando Fidel se
opuso a la industrialización, y personalmente conocí a dirigentes muy capaces
que terminaron siendo usados como cubitos para enfriar los tragos de vodka en
la celebración de los aniversarios del partido. Además, no era necesario ser
muy inteligente para ver que mis jefes me estaban dejando solo. Su única
preocupación era que yo pudiera delatarlos. No podía esperar gran cosa del
futuro. Nubes informes y de oscuros tonos tormentosos se alzaban sobre mi
cabeza colocándome en las volubles manos del destino.
Los
miré con cierta malicia y rompiendo el aire de expectativa que había dejado mi
última pregunta dije:
-Bueno,
iré a Moscú. Confíen en mi silencio.
-¿Cómo
sabremos que cumplirás? –interrogó Linka con cierta angustia.
Los
miré de nuevo. Estaban tan nerviosos que decidí tranquilizarlos. Saqué la punta
de la lengua y les mostré una afilada hojilla de afeitar que guardaba dentro de
la boca, y dije:
-Siempre
la cargo debajo del pellejito de la lengua, y en un caso de emergencia primero
me la corto y luego hablo, camarada.
Los
dos hombres se cruzaron una sonrisa de satisfacción y evidente tranquilidad.
Estábamos
repasando unas cuentas sobre mis depósitos en Suiza cuando Linka se puso a
temblar en sacudidas espasmódicas. Primero se puso amarillo y con los ojos
abiertos rodó por el piso mientras un líquido verde empezó a salirle por los
oídos. Después, la larga barba se le erizó poniéndose como si fuera una escoba
y un extraño y sonoro lamento le salió de la vesícula biliar a la vez que se
quedaba tieso.
-¿Qué
le pasa? –salté diciendo mientras trataba de ayudarlo.
-Déjalo
–apuntó Farkas con indiferencia- acaba de darle un ataque de ira melancólica.
-¿De
ira melancólica? –interrogué.
-Sí,
es una víctima de la ira melancólica, ¿no has oído hablar de la ira y de la
melancolía?, bueno, la ira melancólica es una mezcla de estos dos sentimientos.
-¿Pero
y ese líquido? –inquirí.
-Es
la biliomelancolina, una sustancia que se forma cuando se desahogan al mismo
tiempo la vesícula y la glándula de la melancolía. A él le da todos los viernes
a esta hora. Fue el momento en que rompió con Ana Piralova, una pérfida mujer
que siendo su amante lo engañaba con su propia esposa. Después que le había
jurado amor eterno él descubrió que lo usaba como instrumento para levantarle
la mujer. Al poco tiempo las dos lo dejaron y se fueron a vivir felices a
Disney World a donde él nunca quiso llevarlas para disfrutar las vacaciones.
-Pero
hay que hacer algo –repliqué.
-No
–dijo Farkas- es inútil, eso se le pasa sólo en algunos instantes.
En
efecto, no habían transcurrido dos minutos cuando después de lanzar por la boca
un sonido de oboe roto, Linka abrió los ojos y lentamente fue recuperando su
color normal. Se limpió los restos de biliomelancolina de los oídos, y
sacudiendo la cabeza como un boxeador después que se recupera del knock out
pidió disculpas mientras se sentaba de nuevo en el sillón.
Le
di un poco de agua pesada sin palinka y se sintió mucho más reconfortado. Al
poco tiempo se levantaron y poniéndose los abrigos y la peluca de Sara
Bernardht, se retiraron. Se llevaban la confianza de que el futuro de la
organización quedaba asegurado debajo de mi lengua. Al igual, disimuladamente
se llevaron dos Netsukes antiguos que yo me había cogido en la casa del Rey de
Suecia.
Cuando
se alejaron pensé en matarlos, pero me puse a medita en como contactar a la
KGB.
La
KGB no está oficialmente instalada en Hungría. Desde el punto de vista formal
allí sólo están los tanques rusos que se encuentran en las afueras de los
grandes poblados a donde entran de vez en cuando para cambiarles el aceite y hacerles el servicio, y algunas unidades
camufladas de tranvía en la plaza Moskva Ter. Puede ser que haya uno que otro
agente que ha entrado como turista a disfrutar del nivel de vida de los
húngaros a los que deben estar asignados en la embajada americana en Budapest.
Pero en su lugar existe una agencia de representación de pezuñas de Ñu, que
además de tener el monopolio en todo lo relativo a la importación y exportación
de este importante producto, tiene una telefonista chismosa, que en el acto le
cuenta a un novio ruso que tiene en la embajada, de todo lo que acontece en el
país y de las llamadas telefónicas que continuamente se ligan en su teléfono
especial.
La
agencia la dirige Herbert Plaf, un alemán retirado, adicto al caviar, que se
vendió a los rusos por tres mil kilos de esta costosa delicatess cuando
trabajaba como ayudante de cámara de Eva Von Braun. Plaf era un individuo
carente del menos escrúpulo y sentimiento. Le recortaba personalmente las uñas
a las ñues que iban al matadero. Era pública la manera que tenía de sacarse él
mismo las muelas, partiéndoselas a mordiscos entre ellas y luego arrancándose
con los dedos los pedazos fracturados. Fue a él a quien me dirigí para que le
avisara a la KGB que estaba dispuesto a ser trasladado a la capital de los
soviets.
* Sindicato de Parias, Extranjeros
y Estudiantes Latinoamericanos lavaplatos en Estocolmo