EL TERRORISTA
de OTROVA GOMAS
ANDANTE
CANTABILE
Hay
estados de ánimo sumamente difíciles de describir. Uno de estos es el que se
apodera del espíritu de un marxista la primera vez que llega a Moscú.
Generalmente es poseído por una mezcla de sensaciones en donde convergen
expectativas, curiosidad, alegría y a los inevitables golpes de la sorpresa.
Pero que en conjunto son incomprensibles para el entendimiento de quien no ha
captado el sentido materialista de la historia y la importancia de ese pequeño
detalle llamado plusvalía.
Al
bajar del avión y ver el inmenso letrero de Mockba empotrado en caracteres
cirílicos a la fachada del aeropuerto, todo se me volvió una confusión y la
imagen de millares de obreros bailando el balalaika fue lo único que se me vino
a la cabeza. Lamentablemente, la ilusión que guardaba como un paisaje idílico en
el inconsciente para conocer la patria de Lenin, tenía dos oscuros nubarrones
que lo ensombrecían: la intensa propaganda china contra la Unión Soviética, que
en ese momento estaba en su mayor auge, y el extraño motivo de mi invitación a
la sede de la KGB el cual aún seguía permaneciendo en el misterio.
El
aeropuerto de Moscú tiene una enorme sala de recepción adonde llegan todos los
pasajeros provenientes del extranjero. Es un salón simple y pulcro. De techo
alto y con largas alfombras rojas que van de un lado a otro grabando las
pisadas de todo el que hace su entrada en el país de los bolcheviques. Fue
allí, en la oficina de inmigración, donde sentí la primera cachetada violenta
de la burocracia. Después de esperar como dos horas en distintas e
inexplicables colas para pasar de un funcionario a otro, caí en las manos de
tres personas que trabajaban en un armonioso equipo para sellar el pasaporte:
uno lo abría, otro estampaba el sello, y el tercero le ponía la almohadilla
cerrándola suavemente después de cada sellada. De inmediato pasamos a otra cola
para coger el número que nos permitiría pasar a otra en la cual éramos contados
por una mujer con un ábaco.
Exactamente
en el momento en que iba a abandonar las ideas del viejo Marx y a entregarme a
las veleidades del xerofita Pafnuncio y a la empanada ideológica de la social
democracia, llegó para rescatarme a tiempo el funcionario que enviaba la KGB. Era Víctor Orel, un ucraniano joven,
de apariencia agradable, quien en un cortés y perfecto castellano me pidió que
lo acompañara hacia el Volga oscuro en donde nos aguardaban el chofer con otros
tres agentes.
Durante
el trayecto hacia Moscú, entre las conversaciones sin trascendencia con el
funcionario yo observaba emocionado las largas hileras de abedules blancos que
se perdían a uno y otro lado de la carretera llena de nieve. Eran bosques
interminables que ya se encontraban completamente deshojados por el invierno.
El famoso invierno ruso. Ese soldado invisible que tantas veces combatió al
lado de los hombres para defender el suelo que les arrebataron en un mes de
Octubre a la eomnipotencia de los zares.
Cuando
el auto entró en la avenida Roussakovkaia empezó a llover fuertemente sobre los
enormes edificios que pueblan la ciudad. Todo se veía gris y triste por aquel
tiempo encapotado. Del radio salían las notas melancólicas de algunas melodías
rusas a veces interrumpidas por la voz grave y calmada de un locutor que daba
noticias que me eran totalmente incomprensibles. En las calles de largas
cuadras como en ningún otro lugar del mundo, la gente caminaba apresurada bajo
los paraguas o sin protección tratando de escapar de las heladas gotas de la
lluvia. En algunos sitios, grupos de mujeres gordas y pequeñas, fuertemente
abrigadas y con los eternos pañuelos amarrados a la cabeza, hacían colas para
adquirir algún producto. Pero por todas partes se veía el crecimiento
vertiginoso y ese intenso ritmo de trabajo que caracteriza a la ciudad
moscovita.
En
ese panorama sólo había un ausente: el lujo. Por ningún sitio se podía
descubrir su más mínima presencia, tampoco la de sus dos inseparables
compañeros de parranda, la coquetería y lo superfluo.
Habrían
pasado dos horas desde la salida del aeropuerto cuando llegamos a la sede de la
poderosa KGB en la Plaza Dzerjinski. El edificio de los servicios de
inteligencia rusos es una construcción sólida en comparación con las nuevas
estructuras de vivienda y oficinas que se alzan en masivos e intrincados
complejos de concreto prefabricado. Es de esa arquitectura estalinista, llamada
así por lo bien construida, levantada con hierro sacado a mano en las minas de
Siberia y con el cemento mezclado en sangre disidente. Apenas nos bajamos del
auto empezamos a recorrer largos pasillos y varios ascensores hasta llegar a
las oficinas de Vladimir Kropov, el Jede de la sección de Asuntos Especiales de
la KGB, un departamento de la División de Lucha contra Enemigos Extremadamente
Peligrosos, la cual funciona adscrita a la Sección de Enfrentamiento contra lo Insólito
a cargo de la Dirección General de Contraespionaje.
Kropov
era un típico ruso comunista. Con la ropa desaliñada, zapatos de suela gruesa, una
corbata que sin duda le perteneció a su abuelo y el cabello despeinado que le
caía rebeldemente sobre las orejas y la frente. Después de estrecharme la mano
y darme la bienvenida en ruso, me hizo sentar en una silla, que aunque parecía
firme a los principios del leninismo clásico, era más bien cobarde, porque apenas
descansé sobre su estructura se puso a crujir desesperadamente pidiendo auxilio
con unos lamentos que partían el alma.
El
policía no era un hombre de protocolo ni de esa clase de gente que pierde el
tiempo preguntando si a uno le gusta la ciudad o haciendo comentarios sobre lo
descolorada que estuvo la última cosecha de tulipanes en Holanda. En el acto se
fue al grano. Sacó un paquetico de pistachos del escritorio y se puso a
pelarlos mientras me habló sin titubeos por la boca del traductor:
-Tavarich,
esta es su casa –dijo.
Miré
hacia los lados, y al no ver mis pijamas favoritas ni mi viejo aparato de
televisión me di cuenta que mentía. Pero de todas maneras no le interrumpí.
¿Qué objeto tendría enfrascarme en ese instante en una inútil polémica con un
ruso sobre el concepto del hogar? ¿Qué demonios me importaba lo que su mente de
burócrata pensara de lo que es el refugio íntimo de una persona contra las
agresiones del mundo? Atentamente lo seguí escuchando.
-Queremos
contar con su ayuda –prosiguió con calma. Sabemos de sus actividades y
apreciamos esa audacia que le caracteriza a pesar de que el Comité Central del
Partido desconoce para quien trabaja. Pero el hecho es que está sembrando el
desconcierto en toda Europa. Donde usted pone los pies se arma un lío.
Bombardeó Viena con pastel de jabalí, a una base americana con americanos,
liberó quesos podridos en París, degolló una estatua en Copenhague, casi
asfixia la capital de Suecia, liquidó los osos polares en Oslo, realmente sus
actividades preocupan a cualquiera. Incluso a nosotros, porque no sabemos que
es lo que se propone ni hasta donde va a llegar su onda destructiva; pero el
caso es que ahora necesitamos de su ayuda
Hice
un gesto de sorpresa y pregunté:
-¿De
mi ayuda? ¿Y para qué necesitan de mi ayuda?
El
ruso sin quitarme la vista de encima trataba de abrir con disimulo el último
pistacho de la bolsita, que para su desgracia le había salido herméticamente
cerrado. Viendo que no podía, hizo como si lo dejara y contestó:
-El
caso es que queremos controlar a un hombre. Se trata de Mohad Al Kahir
Mohardin, alias Mohardin Kahir Al Mohad. ¿Lo conoce? –preguntó buscando en mis
facciones alguna muestra de relación con el individuo.
Sin
dejarme responder continuó hablando:
-Es
el jefe loco de Agosto Verde, un grupo pro palestino paralelo a Setiembre
Negro, pero que sólo dinamita kindergártenes. Pensamos que tal vez usted, con
su fama y esa manera tan especial de trabajar logre tranquilizarlo.
Lo
observé con cuidado. Mientras hablaba, ya el hombre había llegado casi a los
límites de la desesperación por abrir el pistacho. Mostrando una gran ineptitud
en estos menesteres se había mordido el dedo dos o tres veces en inútiles
intentos. Se le notaba que no podía más. En un gesto humanitario se lo pedí
para ayudarlo. Me lo llevé a la boca y ante la expectativa de los dos
funcionarios le clavé los colmillos en el centro de la unión de las tapas
abriéndolo sonoramente. Con una sonrisa de triunfo dibujada en los labios se lo
acerqué mostrándole el codiciado corazón del pistacho que sobresalía tostado y
saladito entre las dos conchas. Luego, cuando trató de agarrarlo, en un rápido
golpe de comedor de pistacho profesional, me lo lancé a la boca dejándolo
sorprendido y con un rictus de frustración marcado en su frente profundamente
triste.
El
agente secreto botó la bolsita vacía con rabia en el basurero y continuó
hablándome. El traductor, que estaba en su parte, me lanzó una mirada de odio
antes de proseguir:
-El
caso es que Mohad Al Kahir está acabando con toda la población pre escolar del
medio oriente. Lo hace para llamar la atención de las madres del mundo sobre su
causa. Pero ha ido muy lejos. Se escapó del control de Trípoli, de Bagdad y de
Argelia. Sólo un hombre como usted, ajeno a las organizaciones tradicionales
podría hablar con él y convencerlo de que por ese camino va a hundir la causa
palestina.
Cuando
Kropov dijo esto me le quedé mirando durante unos segundos. Casi
instantáneamente me levanté de la silla, y alzando el brazo le di un terrible
golpe en la pata de la oreja con la mano abierta. El hombre con los ojos
desbordados por la sorpresa cayó al suelo cuan largo era mientras desenfundaba
el revólver. Pero antes que hiciera nada, alargando el dedo hacia el piso, le
mostré una enorme avispa matacaballo que de no ser por mí oportuno manotazo le
habría picado irremisiblemente.
Durante
los primeros instantes el soviético no supo como reaccionar. Confundido entre
la soberbia y el agradecimiento se paró con un evidente gesto de disgusto.
Vaciló un poco, pero después, más seguro de sí mismo apuntó el arma accionando dos
veces el gatillo. Las balas blindadas atravesaron el cuerpo agonizante de la
desafortunada avispa que aún pataleaba revolcándose en el suelo por el dolor
del golpe.
Kropov
se guardó lentamente el revólver en la cartuchera a la vez que me dijo:
-Agradézcale
a Marx que no fue usted –y masticó las últimas palabras. Sonreí diabólicamente
y respondí:
-El
que se lo tiene que agradecer es usted. –Y me abrí el saco dejándolo pálido del
susto. Por una de esas costumbres que tengo desde que era niño, siempre estoy
forrado con seis tacos de dinamita radioactiva simulados como barras de
chocolate, que en el caso de que alguien me dispare harían que volara conmigo,
así como todo lo que existe en tres kilómetros a la redonda.
Algunos
instantes después, al notar que ya estaban más recuperados del susto, rompí el
ambiente de incomunicación volviendo al tema que se hablaba antes de la
cachetada.
-Bien,
¿y a qué llama usted ayudarles?
El
ruso, ya mucho más amable al saber que no podrían hacer nada contra mis barras
de chocolate me respondió alisándose el
cabello con las manos:
-Queremos
que trabaje para nosotros. Tendrá que ir a la frontera entre Egipto y Libia y
entablar contacto con el hombre. Ahora se encuentra en Kamur, la ciudad de los
terroristas. Es el sitio donde se congregan los que están siendo perseguidos. ¿Lo conoce? Allí se refugia la gente más
peligrosa del planeta. Los hay de todas las ideologías, incluso de causas
encontradas, de izquierda y de derecha, fanáticos religiosos y fanáticos ateos, repitientes universitarios
en busca de venganza; hay de todo, tenemos una información detallada del sitio,
también hay locos y asesinos camuflados. Su labor es convencerlo de que
suspenda esa masacre repulsiva o liquidarlo.
Cuando
el ruso terminó de hablar guardé silencio y me puse a meditar. Incluso para un
profano en actividades de terrorismo no resultaba difícil darse cuenta de que
aquella era una tarea imposible sin arriesgarse a conseguir la visa de
residencia para el otro mundo. Yo sabía de Kamur. Allí funcionaba la
Universidad Abierta Pedro Kropotkin, el centro de mayor prestigio y renombre en
la educación y cultura terrorista. Estaba la fábrica de granadas fragmentarias
de Cheo Feliciano, y el aeropuerto de aviones secuestrados más grande del medio
oriente con los almacenes free tax
para todo tipo de armamentos. Pero al mismo tiempo en Kamur el respeto a la
dignidad y los derechos del terrorista eran sagrados. Romper esas normas
inviolables en la ética de los obreros del pánico era un acto de alpinismo
hacia el suicidio. El lugar estaba sembrado de cocodrilos guardianes, de
culebras y tarántulas amaestradas y poseía el sistema de seguridad más
impenetrable que jamás se hubiera construido. En cuestión de segundos un infractor
sería descuartizado, y sus restos sancochados en vitriolo eran lanzados a un
foso lleno de chipos y gusanos cogolleros antropófagos. El asunto era demasiado
delicado.
Dirigiéndome
a Kropov volví a pedirle información:
-¿Por
qué se supone que voy a hacer esto?
-Por
amor a los palestinos.
-Yo
no amo palestinos –respondí bastante disgustado
para dejarle clara mi posición viril.
-Bueno,
en ese caso será a las palestinas, creo que a usted le agradan ¿no? –preguntó
curioseando en las profundidades de mis gustos sexuales.
-No
sé –dije dudando-. Le confieso que no sé.
Aunque todas las mujeres son volubles y engañosas, ellas con esos velos
en la cara me ponen nervioso. Verdaderamente nunca me he animado a una relación
en serio con una palestina, lo pueden estar insultando a uno aprovechándose que
no se les ve el movimiento de la boca.
Kropov
sacó una botella de coñac de Armenia. Como buen policía era sicólogo graduado
en la universidad de la vida. Al darse cuenta de mi duda, en fracciones de
segundo de dujo que podría obtener lo que esperaba apoyándome en el juego
dialéctico de mi inestabilidad emocional. Sirviendo dos tragos dijo con
entusiasmo:
-Se
lo agradezco, es un gran favor que le hace al Partido Comunista de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas. El jefe mismo, Nikita Kruschev personalmente
se lo agradecerá.
Me
había atrapado. Sin esperar una respuesta, con su carita de muchacho loco. el
ruso me había comprometido en aquella acción tan descabellada. Me tomé el trago
de un solo golpe, y para impresionarlos saboreé el vaso masticando lentamente
los pedazos de vidrio mientras pensaba en las implicaciones del asunto. Di un
breve paseo hacia el cuadro cinético de Lenin que colgaba de la pared de la
habitación y me volví hacia el funcionario y el traductor.
-Está
bien, acepto –dije- pero necesito una indemnización a cambio de los riesgos.
-¿Le
sirven un millón de rublos? –respondió el ruso jugueteando con el vaso.
-¿Rublos?
–dije, poniendo cara de intoxicado con camarones-. ¿Y qué hago yo con rublos?
Esta
vez fue el soviético quien se levantó de la silla. Se acercó hacia donde yo
estaba y dijo con cierta malicia:
-Comprar
armas amigo, armas soviéticas de primera calidad, no se olvide que hay
movimientos revolucionarios africanos a donde no puede llegar la ayuda
soviética, allí le pagarían en diamantes por las AK-2 y las katchuskas.
Sonreí.
Con un mohín de aceptación le di la mano. El hombre además de sicólogo era
filósofo. Leyéndome el pensamiento había llegado al punto más delicado de mi
espíritu: los diamantes.
Cerrado
el trato, con esa amabilidad desbordada de los rusos Kropov me abrazó
fuertemente. estampándome un sonoro beso en el medio de la cara. Diez minutos
más tarde, antes de despedirnos, le dio instrucciones a Orel para que me
trasladara al hotel Metropol. Mientras se organizaba la entrevista con Kruschev
tendría oportunidad de conocer un poco la ciudad.
Llegamos
al Hotel pasada la hora de la comida y no hubo forma de conseguir alimento. A
las once de la noche todo estaba cerrado en Moscú. Es como si hubiera un toque
de queda esperando la llegada de una invasión de los Estados Unidos. No se veía
un alma, ni un lugar en el que existiera vida. A falta de otra alternativa me
fui a la habitación donde cené con vodka de la botella de obsequio que siempre
ponen en los cuartos del hotel junto a medio chocolate.
Esa
misma noche, al tratar de tomar una ducha el grifo se me quedó en la mano.
Enfurecido lo lancé contra el vidrio de la ventana, que al recibir el impacto
también se cayó, pero sobre un carro parado abajo, el cual por el golpe se
desmoronó y con él la acera y lentamente se fue aflojando la cañerías de la
zona. Al mirar lo que había hecho me salí del baño y me dejé caer sobre la cama
lleno de frustraciones. Me adormité, y en los sueños confusos que se escaparon
de las fuentes termales de mi inconsciente aparecían rusas gordas, con ojos
inmensamente azules y los rostros delicados, que semidesnudas me traían
bandejas de caviar con más vodka.
Al
siguiente día salí a conocer la capital moscovita. Realmente me desperté con un
gran deseo de observar con detalle aquel mundo tan polémico y discutido en el
ámbito capitalista. Aunque en mi primera impresión pensé que en ese lugar no
sabían lo que era el lujo y las cosas bien hechas, en mi visita orientada por
Natalie, la traductora y guía, pude descubrir los lugares en que éstos se
encuentran. Estaban en el metro, rápido y silencioso, lleno de mármol y
escaleras automáticas que transportan millares de trabajadores por minuto como
si fuera una colmena en constante
agitación. Igual en el mausoleo de Lenin, donde la cola que se pierde en varios
kilómetros no se ha detenido nunca desde el día de su muerte. En el palacio de
los pioneros, lugar al que está terminantemente prohibida la entrada de los
padres y existe un verdadero paraíso terrenal para los niños. La universidad de
Moscú, imponente, con sus treinta y seis pisos y cincuenta mil alumnos
seleccionados con rigor para llenar el cupo limitado. El Palacio de Física y
Matemáticas, entre mármoles y maderas pulidas, donde tuve la ocasión de hablar
durante largas horas con el Profesor Viralov, quien no sólo me aclaró un viejo
problema que arrastraba desde el bachillerato sobre el Teorema de Euclides,
sino que amablemente accedió a darme unas clases sobre los principios generales
de la teoría de los cuantos y sus especulaciones para aplicarlas a la
desintegración del átomo de zanahoria. Por medio de este complicado proceso, al
agitar la cadena molecular de una ensalada de ese inofensivo vegetal, se podría
destruir una ciudad diez veces más grande que Hiroshima. Este lujo y acabado
cuidadoso también está presente en los museos, en los monumentos, en las
múltiples academias y los sitios del deporte.
Fue
una sucesión de días interesantes y placenteros. No obstante que Moscú no es lo
que se puede llamar una ciudad turística, porque allí nada está hecho para el
confort de los que llegan, pude palpar fríamente las grandezas y las
inevitables miserias del primer país socialista de la tierra. En todo lo que
podía admirar y criticar, fundamentalmente me llamó la atención el contraste de
las ciencias y el espectro de la burocracia. La tranquilidad y desalienación de
los hombres y los pésimos e ineficaces servicios. De la misma forma se notaba
la deplorable calidad de los artículos necesarios para la vida diaria. En los
inmensos almacenes Gum, pertenecientes al estado, éstos parecían la colección
de un museo de desperdicios.
Al
tercer día llegó a la puerta del hotel un vehículo oficial en donde venía a
buscarme Orel y otros dos funcionarios para llevarme a la entrevista con
Kruschev. Ésta tendría lugar durante una recepción que se daba esa tarde en el
Palacio de los Congresos para celebrar el regreso de la Terenskova. Llegamos
rápidamente por la proximidad que existía entre el hotel y el impresionante
edificio del Kremlin. En el enorme salón estaba la élite del poder soviético.
Las bandejas de pollos, salchichas y asturiones acompañados por los clásicos
pepinos a la rusa, se ofrecían sin parar entre los centenares de miembros de la
dirección del partido, de los altos funcionarios, los artistas y algunos
invitados de otros partidos comunistas que estaban de paso por Moscú para pedir
dinero o instrucciones. A un lado de la sala ricamente iluminada me presentaron
a Gagarin y a la Terenskova junto a otros cosmonautas y varios héroes del
trabajo socialista. El ambiente era fresco y cordial. Las risas y los
comentarios optimistas se escuchaban entre los comedores de caviar rojo y
salmón acompañados por un pan suave, inexistente en los restaurantes
ordinarios. Era la plenitud de disfrute en el ejercicio del poder. Con mucha
razón ellos decían que el socialismo es bueno.
Al
rato se me acercó Kropov para decirme que Kruschev me esperaba en un pequeño
salón privado del palacio. Algunos minutos antes lo había visto desde lejos
cuando se separó del grupo formado por Vorosilov, Kostlov y Mikoyan. Conforme
lo había decidido el Comité Central, el jefe soviético me agradecería
personalmente la valiosa colaboración que les prestaba.
El
recuerdo de mi encuentro con Kruschev está indisolublemente ligado a los
intentos de Kakaganovitch por estar presente en la reunión. No puedo separarlo
de los empujones y una patada que le dio el jefe de seguridad al veterano
comunista para que se saliera de la habitación en donde tendríamos la rápida
entrevista.
Visto
de cerca el mandatario soviético era un hombre pequeño de estatura. Rosado, con
el rostro suave y un cuerpo gordo de gestos campesinos. Su eterna sonrisa no le
dejaba incluso en los momentos de disgusto. La conversación a solas que tuvimos
me permitió juzgarlo.
Extremadamente
amable, al presentarnos me extendió sus dos manos juntas como prueba de
amistad, y con se buen humor que siempre le caracterizó, me dijo:
-Tavarich,
ya he oído de usted. Me contenta mucho que vaya a tranquilizar a ese loco.
Reciba mi apoyo y el del partido comunista soviético, pero cuídese, ese hombre
ha liquidado más gente que la Gestapo.
Luego,
haciendo un gesto a Kropov y al traductor pidió que nos dejaran solos. Cuando
éstos salieron, miró a los lados para constatar que nadie nos veía, y en su
limitado inglés me dijo:
-Quiero
pedirle otra cosa, es algo personal. Como usted
va a occidente, cuando regrese a Moscú tráigame estos encargos –y me dio
una pequeña lista en la que se leía: “Un
par de botines Bally talla treinta y nueve, diez discos de View Master, dos
chocolates Toblerone y una grabadora miniatura con tres rollitos”. Junto al
papel me entregó un paquete que contenía cien dólares cuidadosamente amarrados
con una pequeña liga.
Guardé
la lista en el bolsillo y prometiéndole que le traería el encargo a la primera
oportunidad, salimos de nuevo hacia el salón haciendo comentarios sobre mi
estancia en la ciudad. Afuera Kakaganovitch nos miró recelosamente, y con
cierto disimulo se acercó a Mikoyan para decirle algo en el oído.
Desde
la ventana se podía ver el jardín del Kremlin. Nevaba fuertemente. Aunque la
nieve trae paz y silencio, abajo, a orillas del río Moskva un grupo de hombres
del servicio secreto del partido se metió agitadamente en un carro oscuro y se
perdió en la inmensidad de la Avenida Kirov. Sin yo saberlo, con aquella
pequeña lista que me había dado, secretamente comenzaba Kruschev a caer en
desgracia y ya indefectiblemente habría de ser purgado conforme a la sagrada
tradición soviética.
En
ese régimen oculto, al igual que en todas las cofradías cerradas hay que saber
interpretar los ritos. Yo confiado en que aquel capricho no tenía trascendencia
dejé pasar por alto que entre bastidores se empezaba a tejer la intriga. Me
quedé con la mirada fija en las cúpulas de la catedral de San Basilio pensando
en los íconos de Rublev y Teofán el griego. No me imaginaba que se iniciaba la
agitación que lo decapitaría.
****
Inmediatamente
se iniciaron los preparativos de mi viaje para el medio oriente. Había enviado
un telegrama a la Federación Mundial de Solidaridad participándoles que me iba
al Cairo a objeto de tratar un caso de hipo atrófico,* y otro a Farkas donde le
decía que estaba interesado en veinte corbatas color de intestinos de
ballena.**
Conforme
a mi plan, cuidadosamente analizado durante cinco días de cálculos y estudios
con Mirinski, el Jefe de logística del ejército rojo, la salida para Kamur
sería por Bulgaria. Después de aprovisionarme con un buen cargamento de yogurt
y agua para todo el viaje, tomaría la ruta del estrecho de Bósforo, y simulando
un naufragio caería en Grecia pidiendo auxilio a un contacto árabe que me
llevaría al Cairo pasando por Atenas.
Kropov
me dijo que no veía la razón de tanta escala habiendo un vuelo directo
Moscú-Kamur dos veces por semana. Lo miré en silencio con un gesto de reproche
reflejado en la cara. Sólo a un idiota se le iba a ocurrir aterrizar en la
ciudad de los terroristas proviniendo de Moscú para liquidar a un tipo de la
calaña de Mohad Al Kahir Mohardin.
Partí
a Sofía el veinte de Marzo de 1.964 cargando en el avión una enorme muñeca rusa
de esas que cada vez que uno las abre tienen otra adentro. Ésta medía casi dos
metros y en si interior habían dos mil muñequitas que se abrían sucesivamente
hasta llegar a la última que sólo se podía observar con una lupa. Era el regalo
de todos los miembros de un campo de pioneros situado en las afueras de Moscú a
los que les enseñé un método sencillo para hacer trampa en el juego de la
vieja. No quise rechazarla para no ofenderlos, pero tendría que deshacerme de
ella antes de llegar a Atenas para no despertar sospechas.
En
la capital búlgara estuve el tiempo calculado. Apenas el necesario para cambiar
el avión hacia Varna, en la costa del Mar Muerto, donde una vez que hubiera
llenado mi maleta con suficiente bacilos de yogurt me embarcaría hacia el estrecho de Bósforo.
Con
el rumor que habíamos hecho circular entre los mendigos árabes de
Constantinopla, según el cual me había escapado de Sofía después de volar el
teleférico de la ciudad en apoyo al movimiento palestino, mi presencia sería
informada de inmediato por los servicios de inteligencia árabe a Mulin Yafar,
un sudanés que era clave para pasar el estrecho de los Dardanelos sin tener que
hacer aduana turca y colocar a la gente en Atenas a la orden del movimiento
terrorista musulmán.
No
pasaron tres días cuando una oscura noche tormentosa la embarcación surta en
Burgas me dejó caer en un bote de goma negro llevando sólo los dos remos, una
botella de agua, los bacilos y la muñeca de madera rusa. De esta forma y como
un náufrago entraría en el estrecho sin pasar por Estambul. Luego sería
arrastrado por las corrientes hacia el Mar de Mármara para el encuentro con
Yafar.
Desgraciadamente,
por esas cosas de la vida los acontecimientos no se desarrollaron tal como
estaban previstos. Primero, en Varna nadie quiso quedarse con la muñeca rusa,
así que tuve que cargar con ella. El bote de goma se me espichó en tres sitios
diferentes y tenía que contenerle el aire con los dedos de los pies y una mano
mientras remaba con la otra; además que había que soplar cada media hora para
mantenerlo a flote. El agua de la botella resultó que estaba piche y los
bacilos de yogurt al ver que no había leche se amotinaron y luego desesperados
empezaron a lanzarse al mar en un intento de suicido. Para colmo, en todo el
medio del estrecho de Bósforo estaba una lancha de la policía turca que me
llevó preso por importación ilegal de botes de goma. El mismo día me expulsaron
por indeseable montándome en un avión rumbo a Atenas con las muñecas y los bacilos moribundos.
Debido
a esos lamentables imprevistos perdí el importante enlace que esperaba hacer
con Yafar en el Mar de Mármara para que me pusiera en relación con los
terroristas árabes. En la misma mala racha, cuando descendí del avión en Atenas
las autoridades me impusieron treinta mil dracmas de multa por contrabando de
muñecas camufladas y tráfico ilegal de bacilos de yogurt muertos.
Así,
sin un centavo, con aquel enorme souvenir a cuestas y sin conexiones de ninguna
especie, al salir de la oficina aduanera paré un taxi para que me llevara al
centro. El chofer, quien no me entendió ni una palabra me dejó tirado por las
afueras, en los alrededores de una montaña llena de despojos que está situada
al sur de la capital griega.
Al encontrarme en el medio de
aquel poco de casas y edificios destruidos me puse sumamente nervioso. Evidentemente
que allí había habido un poderoso atentado terrorista. En el piso, los restos
de columnas y paredes destrozadas mostraban las huellas de una bomba de alto
poder explosivo. Se veían los pedazos de mármol y piedra diseminados por todos
los rincones de la amplia explanada donde se levantaron los inmuebles. Los
restos de los edificios que aún quedaban en pie dejaban ver el efecto de la
tremenda detonación que debió haberlos sacudido. Decenas de personas y
periodistas se aglomeraban curioseando alrededor de las ruinas y tomaban fotos
mientras algunos explicaban en griego como se desarrollaron los
acontecimientos.
En
razón de mis antecedentes y por la solicitud de captura que tenía de varias
policías europeas era indispensable que yo me fuera de aquel sitio. Con
seguridad apenas llegaran las autoridades iban a vincularme con el atentado.
Buscando la salida entre aquel laberinto de construcciones devastadas, me
acerqué disimulando la cara con un pañuelo hacia un grupo entre los que me
pareció haber oído hablar francés, y pregunté:
-¿Qué
pasó?
-Bueno,
ya lo ve, no queda nada –respondió un señor mayor levantando la cabeza con
cierta pesadumbre.
-¿Hace
mucho que ocurrió? –interrogué.
-Bastante,
¿No Miguel? –dijo una señora mientras buscaba la confirmación del esposo a sus
palabras.
-¿Y
hubo muertos? –continué indagando.
Esta
vez dos jóvenes se cruzaron un gesto de inteligencia, y una de ellas respondió:
-Desde
el día en que comenzó la destrucción yo creo que por lo menos han muerto diez
millones de personas.
-¿Diez
millones? –Salté alarmado- ¡No es posible!, entonces fue un golpe atómico.
-¿De
qué habla? –me interrumpió una de las muchachas.
-Bueno,
de la explosión, ¿Agarraron a los autores?
-¿Qué
explosión?
-La
que acabó con todo esto.
-Pero
señor, si éstas son las ruinas de la Acrópolis. Los restos de la antigua
cultura griega.
Una
sensación de vacío se apoderó de mí. Qué tonto había sido. No me di cuenta de
que el taxista confundiéndome con un turista me había trasladado al monte del
Olimpo.
Ya
más tranquilizado me puse a recorrer las ruinas. Observé con detalle lo que
había hecho el paso de los años con toda aquella maravilla de la creación
humana. Me di cuenta de que la bomba explosiva la había puesto el tiempo. El
terrorista más destructivo que se haya conocido. De su acción no se salva nada.
Ajeno a toda ideología, indefectiblemente después de su lenta acción
devastadora todo queda reducido a exiguos restos, que poco a poco van
desapareciendo sin dejar la menor huella. Miré lo que quedaba del teatro de
Dionisio, del arco de Adriana, de la torre de los Vientos y el Angora Romana.
Que miseria. Que desolación. ¿Dónde estaba la eterna fuerza del espíritu que
debió haberlo conservado? Busqué con la mirada y no la encontré por ninguna
parte.
Mentalmente
en aquella tarde regresé a las aulas de la academia de terrorismo cuando
estudiaba filosofía, y traje a mi lado a los grandes pensadores de la cultura
helénica para que se pasearan conmigo por entre los desechos. Me volví un
peripatético y sintiendo la mano de Platón sobre mi hombro me parecía oírlo
discernir sobre la virtud, del origen de las cosas y la belleza. Estábamos en
su caverna sin salida. Abajo, a los pies del Olimpo se veía la Atenas actual.
Una ciudad contaminada, llena de desempleados, con treinta y cinco por ciento
de analfabetas, sin democracia y la economía descansando sobre las columnas
desgastadas de las ruinas del Partenón. La Grecia de ahora vivía de sus viejas
glorias con aquella cantidad de gatos negros saltando entre los pedazos de
mármol blanco. Era poco lo que había adelantado. Dejaron que la grandeza se
escapara.
Pero
ya el peso fatigante de la muñeca rusa se me hacía insoportable. Tenía que
regresar al centro de la ciudad para procurarme alojamiento y algo de comer.
Antes de bajar por las callejuelas que conducen a la Atenas de nuestros días,
no pude aguantar la tentación que me produjo aquel espectáculo de ruinas.
Preparé una bomba casera con una lata de cerveza y un poco de pólvora que tenía
en el tacón de los zapatos, e instalando un mecanismo de tiempo improvisado lo
dejé debajo del monumento de Lisícrates.
Cuando
casi ya estaba por la zona del Angora Antigua oí la detonación. Sonreí pensando
que había satisfecho una necesidad espiritual y seguro que entre tantas ruinas
nadie se había dado cuenta.
Tomé
un taxi para que me llevara hacia la pequeña catedral de San Elptherios. Allí
me proveería de algún dinero. Conforme a un rápido plan de emergencia, preparé
el secuestro de un Pope amenazando con cortarle las barbas si los fieles
ortodoxos no me pagaban el rescate. En el trayecto, para ejercitar la velocidad
de mis reflejos, decidí darle golpes de coquito al chofer quitando rápidamente
la mano después de cada coqui. Cuando él volteaba para ver quién había sido, yo
miraba hacia la ventana. Así lo tuve durante casi toda la carrera. Él suponía
que era yo porque no había más nadie en el vehículo, pero no se atrevió a
acusarme formalmente porque carecía de pruebas concretas. Por más que trataba
de cazarme, mi mano era más rápida que sus ojos.
Al
descender el hombre tenía la cabeza llena de chichones, y después de cobrar me
echó una mirada recriminatoria diciéndome algo en un griego incomprensible.
La
Iglesia de San Elptherios está al final de la calle Pandrosou y puede
considerarse como uno más de esos hermosos monumentos que se han erigido a las
cosas intangibles. Adentro estaba llena de maderas finas brillantemente
trabajadas y unos vitrales increíbles que le daban una sensación de paz con la
luz suave de las velas regadas por distintos sitios. Supongo que en ese momento
también debería estar Dios, porque había varios fieles que rezaban con profunda
devoción. El Pope estaba en la parte trasera del templo arreglando algunos
instrumentos para los trucos de la misa. Observé el lugar con detenimiento, y
después de dejar la muñeca rusa rezando frente a uno de los altares, me colé
subrepticiamente hacia el área sacerdotal. Apenas estuve detrás del ministro
del Señor, antes que pudiera darse
cuenta de mi presencia, lo agarré por las barbas con una mano mientras lo
amenazaba con una tijera en la otra haciéndole señas para que se callara. Sin
hacer el menor ruido fui jalándolo poco a poco hacia la parte opuesta al altar
mayor, allí, llevándolo templadito lo hice arrodillar y dije en inglés:
-Pida
perdón.
-Perdón
–me dijo todo adolorido.
-Necesito
urgentemente un préstamo del Señor.
Antes
de aceptar el Pope preguntó:
-¿Cuánto?
-Veinte
mil dracmas o le afeito la barba.
El
dolor no lo dejó pensar. Se metió la mano en la cartera y sacando todo lo que
tenía de dinero me lo entregó.
-Coja
–dijo- es todo lo que tengo, es la limosna de hoy.
-¿Y
dónde está la de ayer? –le interrogué tirando otra vez de los pelos de la
barba.
-¡Ay!,
me hace daño, ¡suelte!
-¿Dónde
está la limosna de ayer? –insistí.
Ya
me la gasté. Pero suélteme por favor, me está deshilachando todo.
Viendo
que ya había consumido el dinero y para no molestar a los fieles decidí dejarlo. Lo acosté boca abajo y le
amarré los pies con el cordón de la sotana y este a la barba para que no se
moviera mientras yo me iba del lugar.
Los
feligreses que en ese momento estaban concentrados en su diálogo con Dios, no
se percataron de una figura silenciosa que después de hacer una reverencia ante
el altar, salió del templo perdiéndose para siempre entre las angostas calles
laterales.
No
fueron muchos los días que permanecí sin contacto en Grecia. Al poco tiempo me
encontré con Miki Teodorakis, el famoso autor del tema musical de Zorba El
Griego, a quien había conocido en Budapest y me invitó para que participara como
observador en el congreso de la Juventud Lambrakis que celebraban a la víspera.
Miki
era un tipo poseído por los mismos encantos que se desbordan de sus melodías.
Dotado de una gran popularidad era el ídolo y líder natural de los movimientos
izquierdistas griegos de la época. En todos los lugares en que nos entrábamos
la gente se abalanzaba sobre él para saludarlo y pedirle dinero prestado. Le
dije que aquello debería emocionarlo mucho, pero me lo negó. Según estuvo
explicándome, debido a esa popularidad lo habían desfalcado varias veces. Gente
inescrupulosa aprovechaba el delirio que producía entre las muchedumbres, y le
metían entre las libretas de autógrafos hojas con pagarés y fianzas de todo
tipo que prácticamente lo tenían en el suelo.
De
verdad que lo compadecí. Otro día me confesó su preocupación por los robos que
hacían en todas partes de sus obras, dijo que para acabar con los falsos
organismos protectores de derechos de autor, iba a cederle éstos a los
movimientos de izquierda de cada país para ayudar a la revolución y acabar así
con estos vividores. Nunca supe si lo hizo.
De
Atenas salí expulsado por participar en una importante manifestación en el
Pireo. Recuerdo el placer que me produjo volver de nuevo a la lucha de masas.
Durante los días de la organización colaboré activamente en los preparativos.
Pintaba las pancartas en griego, y como un toque personal a mi trabajo siempre
les anexaba a un lado de la consigna del momento algún pensamiento de
Aristóteles o de Sócrates. Muchos de ellos fueron de gran efectividad por lo
profundo del mensaje. Las masas al leerlo se sentían poseídas y enloquecían
casi hasta el delirio tratando de linchar a la policía.
La noche del agite descendimos por todas las calles
del famoso puerto cantando consignas anti gubernamentales y anti imperialistas.
Había millares de estudiantes y obreros y alguno que otro noble incorporado al
movimiento popular. Estos últimos odiaban al rey y a su familia porque siendo
descendientes de las casas reales alemanas y danesas lo consideraban como una
ofensa a la dignidad del pueblo griego. Yo creo que exageraban. No me parece
que el pueblo griego estuviera tan interesado en reyes helénicos ni de ninguna
especie. Además, si fuera como ellos decían, el asunto también podía verse como
un merecido reconocimiento a todo lo que hicieron los pensadores alemanes del
siglo pasado para hacer conocer las verdaderas dimensiones de la antigua
cultura griega.
La
manifestación quedó bonita. Fue agresiva y combatiente. Uno de los oradores le
puso tanta fogosidad a su discurso que se le salían los dientes por la fuerza
que le daba a sus palabras. Como en todas estas gestas populares la policía no
esperaba en una esquina. Se encontraban frente a un enorme aviso de General
Electra.* Después vino lo de siempre:
plomo, piedras. Gritos, bombas lacrimógenas y las camionetas llenándose de
pasajeros gratis que por ningún motivo querían que los montaran. Entre ellos
caí yo. A pesar de los desesperados
esfuerzos que hice por escaparme de varios gorilas, casi no podía correr con el
peso de la muñeca rusa agarrada a mis espaldas. Para colmo ésta se cayó y
empezaron a salirse muñequitas ante la sorpresa y confusión de los policías que
temerosos pensaban que se trataba de un nuevo tipo de armamento.
En
la comisaría apenas el
jefe vio mi pasaporte ordenó que me expulsaran de
inmediato. Me enviarían a Roma en el primer vuelo. Les dije que yo quería ir al Cairo, pero fue
inútil, el teniente histérico dijo que él expulsaba a la gente para donde le
daba la gana y no para donde al expulsado le convenía. De todos modos, como una
concesión muy especial obtuve un permiso de diez horas para visitar el museo de
Atenas y despedirme de mis amigos. Dejándole mi pasaporte en garantía, le pedí
al oficial que me prestara su reloj para no retrasarme ni un minuto.
Pero
en realidad esto no fue lo que hice. Aproveché aquellas preciosas horas para
preparar un atentado. Desmonté todas las muñecas rusas, y llenándolas con
pólvora blanca que me había dado un fabricante de fuegos artificiales vinculado
a los grupos izquierdistas, rodeé la jefatura con varias muñecas explosivas.
Enlazadas con un sistema a base de pabilo y el detonante de tiempo conectado al
reloj del comisario jefe, las dejé activadas para que estallaran en el preciso
instante en que mi avión despegara el vuelo. Así aprendería a no estar
expulsando terroristas rencorosos.
Desde
el aparato que levantaba su pesado cuerpo rumbo a Roma vi la nube que produjo
la tremenda explosión. Si hubieran sabido los inocentes pioneros moscovitas el
destino de su inofensivo suvenir.
*
Un tipo de hipo que
hace saltar de cuajo las uñas de la víctima. (N. del E.)
** Esta era
la clave para decirle que todo estaba controlado y estaría ausente algún
tiempo. (N. del A,)
*** Este es el nombre que le da la conocida
transnacional a su compañía en Grecia para simular vinculación con los intereses
del país. (N. del A.)
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