EL COMPRADOR QUE REGRESÓ DEL FRÍO
Creo que todos debemos realizar algún gesto bueno de vez en cuando. Entre los que más prefiero y suelo repetir está el levantarle el ánimo a los vendedores de los negocios que ofrecen objetos de lujo muy costosos que nadie compra.
Basta que vea la oferta de un televisor de plasma gigante de esos que valen varios millones, un equipo de sonido súper sofisticado o un artefacto de ensueño de precio inalcanzable, y allí me meto vestido con mi mejor ropa poniendo cara de comprador y haciendo renacer la fe perdida de los pobres vendedores.
No es que compre, vamos a aclarar. Por desgracia para China y el comercio mundial soy una de las personas menos compradoras que conozco. Mis mejores zapatos tienen más de quince años, el último traje lo compré hace diez, las medias y las pantuflas para mi son algo que debe durar toda la vida, no como en restaurantes de comida rápida, ni lenta ni de ninguna velocidad, los carros me duran más de veinte años y tengo tres record mundiales de alargamiento de productos desechables: el de un pote de pasta de dientes que me duró dos años, el del uso de un jabón que lleva seis meses enjabonándome y el primer premio por ahorro de un frasquito de agua de colonia que tengo desde hace la bicoca de diez y siete años.
Pero al entrar en sus lujosos negocios bien montados con cara de comprador enamorado de un producto, les creo una sensación de felicidad que realmente es difícil describir.
Primero me acerco con cautela al negocio poniendo cara de conocedor y consumidor frecuente de productos de lujo. Mi edad, la presencia más o menos respetable y una mirada de idiota se incorporan al acto, además que solo miro al objeto seleccionado concentrándome en sus detalles.
Luego de observarlo un rato con detenimiento, muevo la cabeza hacia donde está el vendedor como para pedir una información levantando ligeramente un dedo de una mano a medio alzar, pero en el acto lo bajo y vuelvo a tocar el producto para dar la sensación de una mejor revisión. Solo después de darle varias vueltas para inspeccionarle a fondo es que llamo al individuo.
Cuando se me acerca con su mejor sonrisa empiezo las inquisiciones propias de toda compra.
-Por favor, me podría decir como funciona el sistema, que garantía tiene y si lo embalan bien para el envío… lo veo tan frágil.
Al notar que las pupilas del vendedor se expanden llenas de entusiasmo, le digo que estoy interesado pero debemos hablar del precio, el cual como es normal considero un poco recargado. Generalmente me hace pasar a la oficina, y allí empieza una batalla de ajustes en la cual el precio señalado en la vitrina es golpeado inmisericorde por mis ofertas poniendo cara de que si no-les gusta-me-voy.
Tras de ir a consultar con el jefe, el dependiente suele regresar accediendo a mi capricho financiero y se entrega incondicionalmente en manos de la dicha. Para él, mi cara de placer por la aceptación de la rebaja equivale a venta hecha.
Allí pido volver a ver el producto, lo manoseo nuevamente, y haciendo un mohín de complacencia alabo sus virtudes y suspiro mientras el fulano me mira al borde del delirio. Jura haber cerrado la operación millonaria que le permitirá resolverse por dos meses, y entusiasmado no haya como halagarme y alabar las virtudes del objeto. En ese instante me ofrece un café y pastelitos. Podría decir, en términos chocantes que solo le falta darme un beso.
Finalizada esta etapa fundamental para su bienestar espiritual modero su entusiasmo con una oración firme que le asusta un poco:
-El trato está hecho, pero antes de pagarlo quiero traer a mi esposa para que seleccione el modelo.
Fíjese que digo “seleccione” y no para que “decida” si lo compro.
Bajando un poco el frenesí el vendedor acepta la situación y me propone que le de un adelanto para que no me vayan a vender el aparato. Yo acepto, pero justo cuando estoy sacando la chequera y logro expandir de nuevo su sonrisa, la vuelvo a guardar en el bolsillo diciendo:
-Mire, mejor lo voy a pagar con tarjeta y la traeré cuando venga con mi esposa.
En el acto el fulano se pone serio, aunque vuelve a sonreír para no causar mala impresión. Como tiene el fuego de la esperanza ardiendo en el cerebro se limita a preguntarme que cuando vendremos para reservarme el equipo.
En ese instante le hago renacer la confianza en la especie humana, en dios, en el bien y las buenas obras. En lugar de contestarle pongo cara dubitativa, miro hacia donde está el equipo y llevándome la mano de nuevo a la cartera le digo:
-Yo como que me lo llevo de una vez…
Imbuido en ese delirio que produce la felicidad extrema en los seres esperanzados él me entusiasma sobándose las manos:
- Es mejor, salga de eso, mire que se puede vender, ya no quedan sino dos.
Ambos sabemos que es falso porque de esos aparatos no se vende más de uno cada nueve meses, y si acaso, por la crisis. Aguanto la mano dentro del bolsillo entre dudando y queriendo, y cuando sus ojos me encandilan por el gozo, lo vuelvo al mundo cruel diciéndole:
-No, mejor la traigo a ella, esa mujer es una vaina…-, y parándome le digo:
- Espéreme seguro mañana por la mañana.
A esas alturas, el nuevo desplome del hombre le ha transformado el rostro. Ya no sonríe, ni sus ojos sueltan los primarios destellos deslumbrantes, pero sé que la semilla de los sueños perpetuos ya fue sembrada en su corazón. Suele acompañarme hacia la puerta despidiéndose, confiado en que la vida le será amable y en mudo silencio jura que si se le da esa venta él será para siempre amable con la vida.
Aunque muchos piensen que este es un acto cruel, se que mi buena acción ha cumplido su objetivo. Los treinta minutos de ilusión que le dado a ese vendedor le han hecho bien al corazón. En poco tiempo vivió fantasías y hasta creyó en un dios inmortal y supremo que en su silencio todopoderoso nos ayuda a todos.
Pero no se piense que ahí lo abandoné dejándole desilusionado. No, al siguiente día regreso a la hora acordada y le digo que mi señora está indispuesta pero me prometió venir al próximo día.
A partir de ese momento hago un cambio, pero que es fundamental para reincorporarlo al duro enfrentamiento con las amarguras de la vida. No regreso sino a los tres y solo para anunciarle con una cara de inmenso sufrimiento que mi pobre mujer murió hace dos días y ya no compraré nada.
Así lo dejo. Frustrado por la venta, pero no infeliz, porque en el fondo de su alma seguro que piensa:
-Pobre hombre, a mí se me cayó la venta pero lo de él si es mala suerte...
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