martes, 7 de mayo de 2024

 EL TERRORISTA

de OTROVA GOMAS


ANDANTE CANTABILE  

  

           Hay estados de ánimo sumamente difíciles de describir. Uno de estos es el que se apodera del espíritu de un marxista la primera vez que llega a Moscú. Generalmente es poseído por una mezcla de sensaciones en donde convergen expectativas, curiosidad, alegría y a los inevitables golpes de la sorpresa. Pero que en conjunto son incomprensibles para el entendimiento de quien no ha captado el sentido materialista de la historia y la importancia de ese pequeño detalle llamado plusvalía.

           Al bajar del avión y ver el inmenso letrero de Mockba empotrado en caracteres cirílicos a la fachada del aeropuerto, todo se me volvió una confusión y la imagen de millares de obreros bailando el balalaika fue lo único que se me vino a la cabeza. Lamentablemente, la ilusión que guardaba como un paisaje idílico en el inconsciente para conocer la patria de Lenin, tenía dos oscuros nubarrones que lo ensombrecían: la intensa propaganda china contra la Unión Soviética, que en ese momento estaba en su mayor auge, y el extraño motivo de mi invitación a la sede de la KGB el cual aún seguía permaneciendo en el misterio.

           El aeropuerto de Moscú tiene una enorme sala de recepción adonde llegan todos los pasajeros provenientes del extranjero. Es un salón simple y pulcro. De techo alto y con largas alfombras rojas que van de un lado a otro grabando las pisadas de todo el que hace su entrada en el país de los bolcheviques. Fue allí, en la oficina de inmigración, donde sentí la primera cachetada violenta de la burocracia. Después de esperar como dos horas en distintas e inexplicables colas para pasar de un funcionario a otro, caí en las manos de tres personas que trabajaban en un armonioso equipo para sellar el pasaporte: uno lo abría, otro estampaba el sello, y el tercero le ponía la almohadilla cerrándola suavemente después de cada sellada. De inmediato pasamos a otra cola para coger el número que nos permitiría pasar a otra en la cual éramos contados por una mujer con un ábaco.

           Exactamente en el momento en que iba a abandonar las ideas del viejo Marx y a entregarme a las veleidades del xerofita Pafnuncio y a la empanada ideológica de la social democracia, llegó para rescatarme a tiempo el funcionario que enviaba  la KGB. Era Víctor Orel, un ucraniano joven, de apariencia agradable, quien en un cortés y perfecto castellano me pidió que lo acompañara hacia el Volga oscuro en donde nos aguardaban el chofer con otros tres agentes.

           Durante el trayecto hacia Moscú, entre las conversaciones sin trascendencia con el funcionario yo observaba emocionado las largas hileras de abedules blancos que se perdían a uno y otro lado de la carretera llena de nieve. Eran bosques interminables que ya se encontraban completamente deshojados por el invierno. El famoso invierno ruso. Ese soldado invisible que tantas veces combatió al lado de los hombres para defender el suelo que les arrebataron en un mes de Octubre a la eomnipotencia de los zares.

 

           Cuando el auto entró en la avenida Roussakovkaia empezó a llover fuertemente sobre los enormes edificios que pueblan la ciudad. Todo se veía gris y triste por aquel tiempo encapotado. Del radio salían las notas melancólicas de algunas melodías rusas a veces interrumpidas por la voz grave y calmada de un locutor que daba noticias que me eran totalmente incomprensibles. En las calles de largas cuadras como en ningún otro lugar del mundo, la gente caminaba apresurada bajo los paraguas o sin protección tratando de escapar de las heladas gotas de la lluvia. En algunos sitios, grupos de mujeres gordas y pequeñas, fuertemente abrigadas y con los eternos pañuelos amarrados a la cabeza, hacían colas para adquirir algún producto. Pero por todas partes se veía el crecimiento vertiginoso y ese intenso ritmo de trabajo que caracteriza a la ciudad moscovita.

           En ese panorama sólo había un ausente: el lujo. Por ningún sitio se podía descubrir su más mínima presencia, tampoco la de sus dos inseparables compañeros de parranda, la coquetería y lo superfluo.

 

           Habrían pasado dos horas desde la salida del aeropuerto cuando llegamos a la sede de la poderosa KGB en la Plaza Dzerjinski. El edificio de los servicios de inteligencia rusos es una construcción sólida en comparación con las nuevas estructuras de vivienda y oficinas que se alzan en masivos e intrincados complejos de concreto prefabricado. Es de esa arquitectura estalinista, llamada así por lo bien construida, levantada con hierro sacado a mano en las minas de Siberia y con el cemento mezclado en sangre disidente. Apenas nos bajamos del auto empezamos a recorrer largos pasillos y varios ascensores hasta llegar a las oficinas de Vladimir Kropov, el Jede de la sección de Asuntos Especiales de la KGB, un departamento de la División de Lucha contra Enemigos Extremadamente Peligrosos, la cual funciona adscrita a la Sección de Enfrentamiento contra lo Insólito a cargo de la Dirección General de Contraespionaje.

           Kropov era un típico ruso comunista. Con la ropa desaliñada, zapatos de suela gruesa, una corbata que sin duda le perteneció a su abuelo y el cabello despeinado que le caía rebeldemente sobre las orejas y la frente. Después de estrecharme la mano y darme la bienvenida en ruso, me hizo sentar en una silla, que aunque parecía firme a los principios del leninismo clásico, era más bien cobarde, porque apenas descansé sobre su estructura se puso a crujir desesperadamente pidiendo auxilio con unos lamentos que partían el alma.

           El policía no era un hombre de protocolo ni de esa clase de gente que pierde el tiempo preguntando si a uno le gusta la ciudad o haciendo comentarios sobre lo descolorada que estuvo la última cosecha de tulipanes en Holanda. En el acto se fue al grano. Sacó un paquetico de pistachos del escritorio y se puso a pelarlos mientras me habló sin titubeos por la boca del traductor:

           -Tavarich, esta es su casa –dijo.

           Miré hacia los lados, y al no ver mis pijamas favoritas ni mi viejo aparato de televisión me di cuenta que mentía. Pero de todas maneras no le interrumpí. ¿Qué objeto tendría enfrascarme en ese instante en una inútil polémica con un ruso sobre el concepto del hogar? ¿Qué demonios me importaba lo que su mente de burócrata pensara de lo que es el refugio íntimo de una persona contra las agresiones del mundo? Atentamente lo seguí escuchando.

           -Queremos contar con su ayuda –prosiguió con calma. Sabemos de sus actividades y apreciamos esa audacia que le caracteriza a pesar de que el Comité Central del Partido desconoce para quien trabaja. Pero el hecho es que está sembrando el desconcierto en toda Europa. Donde usted pone los pies se arma un lío. Bombardeó Viena con pastel de jabalí, a una base americana con americanos, liberó quesos podridos en París, degolló una estatua en Copenhague, casi asfixia la capital de Suecia, liquidó los osos polares en Oslo, realmente sus actividades preocupan a cualquiera. Incluso a nosotros, porque no sabemos que es lo que se propone ni hasta donde va a llegar su onda destructiva; pero el caso es que ahora necesitamos de su ayuda

           Hice un gesto de sorpresa y pregunté:

           -¿De mi ayuda? ¿Y para qué necesitan de mi ayuda?

           El ruso sin quitarme la vista de encima trataba de abrir con disimulo el último pistacho de la bolsita, que para su desgracia le había salido herméticamente cerrado. Viendo que no podía, hizo como si lo dejara y contestó:

           -El caso es que queremos controlar a un hombre. Se trata de Mohad Al Kahir Mohardin, alias Mohardin Kahir Al Mohad. ¿Lo conoce? –preguntó buscando en mis facciones alguna muestra de relación con el individuo.

           Sin dejarme responder continuó hablando:

           -Es el jefe loco de Agosto Verde, un grupo pro palestino paralelo a Setiembre Negro, pero que sólo dinamita kindergártenes. Pensamos que tal vez usted, con su fama y esa manera tan especial de trabajar logre tranquilizarlo.

 

           Lo observé con cuidado. Mientras hablaba, ya el hombre había llegado casi a los límites de la desesperación por abrir el pistacho. Mostrando una gran ineptitud en estos menesteres se había mordido el dedo dos o tres veces en inútiles intentos. Se le notaba que no podía más. En un gesto humanitario se lo pedí para ayudarlo. Me lo llevé a la boca y ante la expectativa de los dos funcionarios le clavé los colmillos en el centro de la unión de las tapas abriéndolo sonoramente. Con una sonrisa de triunfo dibujada en los labios se lo acerqué mostrándole el codiciado corazón del pistacho que sobresalía tostado y saladito entre las dos conchas. Luego, cuando trató de agarrarlo, en un rápido golpe de comedor de pistacho profesional, me lo lancé a la boca dejándolo sorprendido y con un rictus de frustración marcado en su frente profundamente triste.

           El agente secreto botó la bolsita vacía con rabia en el basurero y continuó hablándome. El traductor, que estaba en su parte, me lanzó una mirada de odio antes de proseguir:

           -El caso es que Mohad Al Kahir está acabando con toda la población pre escolar del medio oriente. Lo hace para llamar la atención de las madres del mundo sobre su causa. Pero ha ido muy lejos. Se escapó del control de Trípoli, de Bagdad y de Argelia. Sólo un hombre como usted, ajeno a las organizaciones tradicionales podría hablar con él y convencerlo de que por ese camino va a hundir la causa palestina.

           Cuando Kropov dijo esto me le quedé mirando durante unos segundos. Casi instantáneamente me levanté de la silla, y alzando el brazo le di un terrible golpe en la pata de la oreja con la mano abierta. El hombre con los ojos desbordados por la sorpresa cayó al suelo cuan largo era mientras desenfundaba el revólver. Pero antes que hiciera nada, alargando el dedo hacia el piso, le mostré una enorme avispa matacaballo que de no ser por mí oportuno manotazo le habría picado irremisiblemente.

 

           Durante los primeros instantes el soviético no supo como reaccionar. Confundido entre la soberbia y el agradecimiento se paró con un evidente gesto de disgusto. Vaciló un poco, pero después, más seguro de sí mismo apuntó el arma accionando dos veces el gatillo. Las balas blindadas atravesaron el cuerpo agonizante de la desafortunada avispa que aún pataleaba revolcándose en el suelo por el dolor del golpe.

           Kropov se guardó lentamente el revólver en la cartuchera a la vez que me  dijo:

           -Agradézcale a Marx que no fue usted –y masticó las últimas palabras. Sonreí diabólicamente y respondí:

           -El que se lo tiene que agradecer es usted. –Y me abrí el saco dejándolo pálido del susto. Por una de esas costumbres que tengo desde que era niño, siempre estoy forrado con seis tacos de dinamita radioactiva simulados como barras de chocolate, que en el caso de que alguien me dispare harían que volara conmigo, así como todo lo que existe en tres kilómetros a la redonda.

           Algunos instantes después, al notar que ya estaban más recuperados del susto, rompí el ambiente de incomunicación volviendo al tema que se hablaba antes de la cachetada.

           -Bien, ¿y a qué llama usted ayudarles?

           El ruso, ya mucho más amable al saber que no podrían hacer nada contra mis barras de chocolate me respondió alisándose  el cabello con las manos:

           -Queremos que trabaje para nosotros. Tendrá que ir a la frontera entre Egipto y Libia y entablar contacto con el hombre. Ahora se encuentra en Kamur, la ciudad de los terroristas. Es el sitio donde se congregan los que están siendo perseguidos.  ¿Lo conoce? Allí se refugia la gente más peligrosa del planeta. Los hay de todas las ideologías, incluso de causas encontradas, de izquierda y de derecha, fanáticos religiosos  y fanáticos ateos, repitientes universitarios en busca de venganza; hay de todo, tenemos una información detallada del sitio, también hay locos y asesinos camuflados. Su labor es convencerlo de que suspenda esa masacre repulsiva o liquidarlo.

 

           Cuando el ruso terminó de hablar guardé silencio y me puse a meditar. Incluso para un profano en actividades de terrorismo no resultaba difícil darse cuenta de que aquella era una tarea imposible sin arriesgarse a conseguir la visa de residencia para el otro mundo. Yo sabía de Kamur. Allí funcionaba la Universidad Abierta Pedro Kropotkin, el centro de mayor prestigio y renombre en la educación y cultura terrorista. Estaba la fábrica de granadas fragmentarias de Cheo Feliciano, y el aeropuerto de aviones secuestrados más grande del medio oriente con los almacenes free tax para todo tipo de armamentos. Pero al mismo tiempo en Kamur el respeto a la dignidad y los derechos del terrorista eran sagrados. Romper esas normas inviolables en la ética de los obreros del pánico era un acto de alpinismo hacia el suicidio. El lugar estaba sembrado de cocodrilos guardianes, de culebras y tarántulas amaestradas y poseía el sistema de seguridad más impenetrable que jamás se hubiera construido. En cuestión de segundos un infractor sería descuartizado, y sus restos sancochados en vitriolo eran lanzados a un foso lleno de chipos y gusanos cogolleros antropófagos. El asunto era demasiado delicado.

           Dirigiéndome a Kropov volví a pedirle información:

           -¿Por qué se supone que voy a hacer esto?

           -Por amor a los palestinos.

           -Yo no amo palestinos –respondí bastante disgustado  para dejarle clara mi posición viril.

           -Bueno, en ese caso será a las palestinas, creo que a usted le agradan ¿no? –preguntó curioseando en las profundidades de mis gustos sexuales.

           -No sé –dije dudando-. Le confieso que no sé.  Aunque todas las mujeres son volubles y engañosas, ellas con esos velos en la cara me ponen nervioso. Verdaderamente nunca me he animado a una relación en serio con una palestina, lo pueden estar insultando a uno aprovechándose que no se les ve el movimiento de la boca.

           Kropov sacó una botella de coñac de Armenia. Como buen policía era sicólogo graduado en la universidad de la vida. Al darse cuenta de mi duda, en fracciones de segundo de dujo que podría obtener lo que esperaba apoyándome en el juego dialéctico de mi inestabilidad emocional. Sirviendo dos tragos dijo con entusiasmo:

           -Se lo agradezco, es un gran favor que le hace al Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El jefe mismo, Nikita Kruschev personalmente se lo agradecerá.

           Me había atrapado. Sin esperar una respuesta, con su carita de muchacho loco. el ruso me había comprometido en aquella acción tan descabellada. Me tomé el trago de un solo golpe, y para impresionarlos saboreé el vaso masticando lentamente los pedazos de vidrio mientras pensaba en las implicaciones del asunto. Di un breve paseo hacia el cuadro cinético de Lenin que colgaba de la pared de la habitación y me volví hacia el funcionario y el traductor.

           -Está bien, acepto –dije- pero necesito una indemnización a cambio de los riesgos.

           -¿Le sirven un millón de rublos? –respondió el ruso jugueteando con el vaso.

           -¿Rublos? –dije, poniendo cara de intoxicado con camarones-. ¿Y qué hago yo con rublos?

           Esta vez fue el soviético quien se levantó de la silla. Se acercó hacia donde yo estaba y dijo con cierta malicia:

           -Comprar armas amigo, armas soviéticas de primera calidad, no se olvide que hay movimientos revolucionarios africanos a donde no puede llegar la ayuda soviética, allí le pagarían en diamantes por las AK-2 y las katchuskas.

           Sonreí. Con un mohín de aceptación le di la mano. El hombre además de sicólogo era filósofo. Leyéndome el pensamiento había llegado al punto más delicado de mi espíritu: los diamantes.

           Cerrado el trato, con esa amabilidad desbordada de los rusos Kropov me abrazó fuertemente. estampándome un sonoro beso en el medio de la cara. Diez minutos más tarde, antes de despedirnos, le dio instrucciones a Orel para que me trasladara al hotel Metropol. Mientras se organizaba la entrevista con Kruschev tendría oportunidad de conocer un poco la ciudad.

 

 

           Llegamos al Hotel pasada la hora de la comida y no hubo forma de conseguir alimento. A las once de la noche todo estaba cerrado en Moscú. Es como si hubiera un toque de queda esperando la llegada de una invasión de los Estados Unidos. No se veía un alma, ni un lugar en el que existiera vida. A falta de otra alternativa me fui a la habitación donde cené con vodka de la botella de obsequio que siempre ponen en los cuartos del hotel junto a medio chocolate.

           Esa misma noche, al tratar de tomar una ducha el grifo se me quedó en la mano. Enfurecido lo lancé contra el vidrio de la ventana, que al recibir el impacto también se cayó, pero sobre un carro parado abajo, el cual por el golpe se desmoronó y con él la acera y lentamente se fue aflojando la cañerías de la zona. Al mirar lo que había hecho me salí del baño y me dejé caer sobre la cama lleno de frustraciones. Me adormité, y en los sueños confusos que se escaparon de las fuentes termales de mi inconsciente aparecían rusas gordas, con ojos inmensamente azules y los rostros delicados, que semidesnudas me traían bandejas de caviar con más vodka.

           Al siguiente día salí a conocer la capital moscovita. Realmente me desperté con un gran deseo de observar con detalle aquel mundo tan polémico y discutido en el ámbito capitalista. Aunque en mi primera impresión pensé que en ese lugar no sabían lo que era el lujo y las cosas bien hechas, en mi visita orientada por Natalie, la traductora y guía, pude descubrir los lugares en que éstos se encuentran. Estaban en el metro, rápido y silencioso, lleno de mármol y escaleras automáticas que transportan millares de trabajadores por minuto como si fuera una colmena  en constante agitación. Igual en el mausoleo de Lenin, donde la cola que se pierde en varios kilómetros no se ha detenido nunca desde el día de su muerte. En el palacio de los pioneros, lugar al que está terminantemente prohibida la entrada de los padres y existe un verdadero paraíso terrenal para los niños. La universidad de Moscú, imponente, con sus treinta y seis pisos y cincuenta mil alumnos seleccionados con rigor para llenar el cupo limitado. El Palacio de Física y Matemáticas, entre mármoles y maderas pulidas, donde tuve la ocasión de hablar durante largas horas con el Profesor Viralov, quien no sólo me aclaró un viejo problema que arrastraba desde el bachillerato sobre el Teorema de Euclides, sino que amablemente accedió a darme unas clases sobre los principios generales de la teoría de los cuantos y sus especulaciones para aplicarlas a la desintegración del átomo de zanahoria. Por medio de este complicado proceso, al agitar la cadena molecular de una ensalada de ese inofensivo vegetal, se podría destruir una ciudad diez veces más grande que Hiroshima. Este lujo y acabado cuidadoso también está presente en los museos, en los monumentos, en las múltiples academias y los sitios del deporte.

           Fue una sucesión de días interesantes y placenteros. No obstante que Moscú no es lo que se puede llamar una ciudad turística, porque allí nada está hecho para el confort de los que llegan, pude palpar fríamente las grandezas y las inevitables miserias del primer país socialista de la tierra. En todo lo que podía admirar y criticar, fundamentalmente me llamó la atención el contraste de las ciencias y el espectro de la burocracia. La tranquilidad y desalienación de los hombres y los pésimos e ineficaces servicios. De la misma forma se notaba la deplorable calidad de los artículos necesarios para la vida diaria. En los inmensos almacenes Gum, pertenecientes al estado, éstos parecían la colección de un museo de desperdicios.

 

 

           Al tercer día llegó a la puerta del hotel un vehículo oficial en donde venía a buscarme Orel y otros dos funcionarios para llevarme a la entrevista con Kruschev. Ésta tendría lugar durante una recepción que se daba esa tarde en el Palacio de los Congresos para celebrar el regreso de la Terenskova. Llegamos rápidamente por la proximidad que existía entre el hotel y el impresionante edificio del Kremlin. En el enorme salón estaba la élite del poder soviético. Las bandejas de pollos, salchichas y asturiones acompañados por los clásicos pepinos a la rusa, se ofrecían sin parar entre los centenares de miembros de la dirección del partido, de los altos funcionarios, los artistas y algunos invitados de otros partidos comunistas que estaban de paso por Moscú para pedir dinero o instrucciones. A un lado de la sala ricamente iluminada me presentaron a Gagarin y a la Terenskova junto a otros cosmonautas y varios héroes del trabajo socialista. El ambiente era fresco y cordial. Las risas y los comentarios optimistas se escuchaban entre los comedores de caviar rojo y salmón acompañados por un pan suave, inexistente en los restaurantes ordinarios. Era la plenitud de disfrute en el ejercicio del poder. Con mucha razón ellos decían que el socialismo es bueno.

           Al rato se me acercó Kropov para decirme que Kruschev me esperaba en un pequeño salón privado del palacio. Algunos minutos antes lo había visto desde lejos cuando se separó del grupo formado por Vorosilov, Kostlov y Mikoyan. Conforme lo había decidido el Comité Central, el jefe soviético me agradecería personalmente la valiosa colaboración que les prestaba.

 

 

           El recuerdo de mi encuentro con Kruschev está indisolublemente ligado a los intentos de Kakaganovitch por estar presente en la reunión. No puedo separarlo de los empujones y una patada que le dio el jefe de seguridad al veterano comunista para que se saliera de la habitación en donde tendríamos la rápida entrevista.

           Visto de cerca el mandatario soviético era un hombre pequeño de estatura. Rosado, con el rostro suave y un cuerpo gordo de gestos campesinos. Su eterna sonrisa no le dejaba incluso en los momentos de disgusto. La conversación a solas que tuvimos me permitió juzgarlo.

           Extremadamente amable, al presentarnos me extendió sus dos manos juntas como prueba de amistad, y con se buen humor que siempre le caracterizó, me dijo:

           -Tavarich, ya he oído de usted. Me contenta mucho que vaya a tranquilizar a ese loco. Reciba mi apoyo y el del partido comunista soviético, pero cuídese, ese hombre ha liquidado más gente que la Gestapo.

           Luego, haciendo un gesto a Kropov y al traductor pidió que nos dejaran solos. Cuando éstos salieron, miró a los lados para constatar que nadie nos veía, y en su limitado inglés me dijo:

           -Quiero pedirle otra cosa, es algo personal. Como usted  va a occidente, cuando regrese a Moscú tráigame estos encargos –y me dio una pequeña lista en la que se leía: “Un par de botines Bally talla treinta y nueve, diez discos de View Master, dos chocolates Toblerone y una grabadora miniatura con tres rollitos”. Junto al papel me entregó un paquete que contenía cien dólares cuidadosamente amarrados con una pequeña liga.

           Guardé la lista en el bolsillo y prometiéndole que le traería el encargo a la primera oportunidad, salimos de nuevo hacia el salón haciendo comentarios sobre mi estancia en la ciudad. Afuera Kakaganovitch nos miró recelosamente, y con cierto disimulo se acercó a Mikoyan para decirle algo en el oído.

 

           Desde la ventana se podía ver el jardín del Kremlin. Nevaba fuertemente. Aunque la nieve trae paz y silencio, abajo, a orillas del río Moskva un grupo de hombres del servicio secreto del partido se metió agitadamente en un carro oscuro y se perdió en la inmensidad de la Avenida Kirov. Sin yo saberlo, con aquella pequeña lista que me había dado, secretamente comenzaba Kruschev a caer en desgracia y ya indefectiblemente habría de ser purgado conforme a la sagrada tradición soviética.

           En ese régimen oculto, al igual que en todas las cofradías cerradas hay que saber interpretar los ritos. Yo confiado en que aquel capricho no tenía trascendencia dejé pasar por alto que entre bastidores se empezaba a tejer la intriga. Me quedé con la mirada fija en las cúpulas de la catedral de San Basilio pensando en los íconos de Rublev y Teofán el griego. No me imaginaba que se iniciaba la agitación que lo decapitaría.              

                     

                                                     ****

           Inmediatamente se iniciaron los preparativos de mi viaje para el medio oriente. Había enviado un telegrama a la Federación Mundial de Solidaridad participándoles que me iba al Cairo a objeto de tratar un caso de hipo atrófico,* y otro a Farkas donde le decía que estaba interesado en veinte corbatas color de intestinos de ballena.**

           Conforme a mi plan, cuidadosamente analizado durante cinco días de cálculos y estudios con Mirinski, el Jefe de logística del ejército rojo, la salida para Kamur sería por Bulgaria. Después de aprovisionarme con un buen cargamento de yogurt y agua para todo el viaje, tomaría la ruta del estrecho de Bósforo, y simulando un naufragio caería en Grecia pidiendo auxilio a un contacto árabe que me llevaría al Cairo pasando por Atenas.

           Kropov me dijo que no veía la razón de tanta escala habiendo un vuelo directo Moscú-Kamur dos veces por semana. Lo miré en silencio con un gesto de reproche reflejado en la cara. Sólo a un idiota se le iba a ocurrir aterrizar en la ciudad de los terroristas proviniendo de Moscú para liquidar a un tipo de la calaña de Mohad Al Kahir Mohardin.

 

           Partí a Sofía el veinte de Marzo de 1.964 cargando en el avión una enorme muñeca rusa de esas que cada vez que uno las abre tienen otra adentro. Ésta medía casi dos metros y en si interior habían dos mil muñequitas que se abrían sucesivamente hasta llegar a la última que sólo se podía observar con una lupa. Era el regalo de todos los miembros de un campo de pioneros situado en las afueras de Moscú a los que les enseñé un método sencillo para hacer trampa en el juego de la vieja. No quise rechazarla para no ofenderlos, pero tendría que deshacerme de ella antes de llegar a Atenas para no despertar sospechas.

           En la capital búlgara estuve el tiempo calculado. Apenas el necesario para cambiar el avión hacia Varna, en la costa del Mar Muerto, donde una vez que hubiera llenado mi maleta con suficiente bacilos de yogurt me embarcaría hacia el  estrecho de Bósforo.

           Con el rumor que habíamos hecho circular entre los mendigos árabes de Constantinopla, según el cual me había escapado de Sofía después de volar el teleférico de la ciudad en apoyo al movimiento palestino, mi presencia sería informada de inmediato por los servicios de inteligencia árabe a Mulin Yafar, un sudanés que era clave para pasar el estrecho de los Dardanelos sin tener que hacer aduana turca y colocar a la gente en Atenas a la orden del movimiento terrorista musulmán.

           No pasaron tres días cuando una oscura noche tormentosa la embarcación surta en Burgas me dejó caer en un bote de goma negro llevando sólo los dos remos, una botella de agua, los bacilos y la muñeca de madera rusa. De esta forma y como un náufrago entraría en el estrecho sin pasar por Estambul. Luego sería arrastrado por las corrientes hacia el Mar de Mármara para el encuentro con Yafar.

 

 

           Desgraciadamente, por esas cosas de la vida los acontecimientos no se desarrollaron tal como estaban previstos. Primero, en Varna nadie quiso quedarse con la muñeca rusa, así que tuve que cargar con ella. El bote de goma se me espichó en tres sitios diferentes y tenía que contenerle el aire con los dedos de los pies y una mano mientras remaba con la otra; además que había que soplar cada media hora para mantenerlo a flote. El agua de la botella resultó que estaba piche y los bacilos de yogurt al ver que no había leche se amotinaron y luego desesperados empezaron a lanzarse al mar en un intento de suicido. Para colmo, en todo el medio del estrecho de Bósforo estaba una lancha de la policía turca que me llevó preso por importación ilegal de botes de goma. El mismo día me expulsaron por indeseable montándome en un avión rumbo a Atenas con las muñecas  y los bacilos moribundos.

           Debido a esos lamentables imprevistos perdí el importante enlace que esperaba hacer con Yafar en el Mar de Mármara para que me pusiera en relación con los terroristas árabes. En la misma mala racha, cuando descendí del avión en Atenas las autoridades me impusieron treinta mil dracmas de multa por contrabando de muñecas camufladas y tráfico ilegal de bacilos de yogurt muertos.

           Así, sin un centavo, con aquel enorme souvenir a cuestas y sin conexiones de ninguna especie, al salir de la oficina aduanera paré un taxi para que me llevara al centro. El chofer, quien no me entendió ni una palabra me dejó tirado por las afueras, en los alrededores de una montaña llena de despojos que está situada al sur de la capital griega.

             Al encontrarme en el medio de aquel poco de casas y edificios destruidos me puse sumamente nervioso. Evidentemente que allí había habido un poderoso atentado terrorista. En el piso, los restos de columnas y paredes destrozadas mostraban las huellas de una bomba de alto poder explosivo. Se veían los pedazos de mármol y piedra diseminados por todos los rincones de la amplia explanada donde se levantaron los inmuebles. Los restos de los edificios que aún quedaban en pie dejaban ver el efecto de la tremenda detonación que debió haberlos sacudido. Decenas de personas y periodistas se aglomeraban curioseando alrededor de las ruinas y tomaban fotos mientras algunos explicaban en griego como se desarrollaron los acontecimientos.

           En razón de mis antecedentes y por la solicitud de captura que tenía de varias policías europeas era indispensable que yo me fuera de aquel sitio. Con seguridad apenas llegaran las autoridades iban a vincularme con el atentado. Buscando la salida entre aquel laberinto de construcciones devastadas, me acerqué disimulando la cara con un pañuelo hacia un grupo entre los que me pareció haber oído hablar francés, y pregunté:

           -¿Qué pasó?

           -Bueno, ya lo ve, no queda nada –respondió un señor mayor levantando la cabeza con cierta pesadumbre.

           -¿Hace mucho que ocurrió? –interrogué.

           -Bastante, ¿No Miguel? –dijo una señora mientras buscaba la confirmación del esposo a sus palabras.

           -¿Y hubo muertos? –continué indagando.

           Esta vez dos jóvenes se cruzaron un gesto de inteligencia, y una de ellas respondió:

           -Desde el día en que comenzó la destrucción yo creo que por lo menos han muerto diez millones de personas.

           -¿Diez millones? –Salté alarmado- ¡No es posible!, entonces fue un golpe atómico.

           -¿De qué habla? –me interrumpió una de las muchachas.

           -Bueno, de la explosión, ¿Agarraron a los autores?

           -¿Qué explosión?

           -La que acabó con todo esto.

           -Pero señor, si éstas son las ruinas de la Acrópolis. Los restos de la antigua cultura griega.

           Una sensación de vacío se apoderó de mí. Qué tonto había sido. No me di cuenta de que el taxista confundiéndome con un turista me había trasladado al monte del Olimpo.

           Ya más tranquilizado me puse a recorrer las ruinas. Observé con detalle lo que había hecho el paso de los años con toda aquella maravilla de la creación humana. Me di cuenta de que la bomba explosiva la había puesto el tiempo. El terrorista más destructivo que se haya conocido. De su acción no se salva nada. Ajeno a toda ideología, indefectiblemente después de su lenta acción devastadora todo queda reducido a exiguos restos, que poco a poco van desapareciendo sin dejar la menor huella. Miré lo que quedaba del teatro de Dionisio, del arco de Adriana, de la torre de los Vientos y el Angora Romana. Que miseria. Que desolación. ¿Dónde estaba la eterna fuerza del espíritu que debió haberlo conservado? Busqué con la mirada y no la encontré por ninguna parte.

           Mentalmente en aquella tarde regresé a las aulas de la academia de terrorismo cuando estudiaba filosofía, y traje a mi lado a los grandes pensadores de la cultura helénica para que se pasearan conmigo por entre los desechos. Me volví un peripatético y sintiendo la mano de Platón sobre mi hombro me parecía oírlo discernir sobre la virtud, del origen de las cosas y la belleza. Estábamos en su caverna sin salida. Abajo, a los pies del Olimpo se veía la Atenas actual. Una ciudad contaminada, llena de desempleados, con treinta y cinco por ciento de analfabetas, sin democracia y la economía descansando sobre las columnas desgastadas de las ruinas del Partenón. La Grecia de ahora vivía de sus viejas glorias con aquella cantidad de gatos negros saltando entre los pedazos de mármol blanco. Era poco lo que había adelantado. Dejaron que la grandeza se escapara.

 

           Pero ya el peso fatigante de la muñeca rusa se me hacía insoportable. Tenía que regresar al centro de la ciudad para procurarme alojamiento y algo de comer. Antes de bajar por las callejuelas que conducen a la Atenas de nuestros días, no pude aguantar la tentación que me produjo aquel espectáculo de ruinas. Preparé una bomba casera con una lata de cerveza y un poco de pólvora que tenía en el tacón de los zapatos, e instalando un mecanismo de tiempo improvisado lo dejé debajo del monumento de Lisícrates.

           Cuando casi ya estaba por la zona del Angora Antigua oí la detonación. Sonreí pensando que había satisfecho una necesidad espiritual y seguro que entre tantas ruinas nadie se había dado cuenta.

 

           Tomé un taxi para que me llevara hacia la pequeña catedral de San Elptherios. Allí me proveería de algún dinero. Conforme a un rápido plan de emergencia, preparé el secuestro de un Pope amenazando con cortarle las barbas si los fieles ortodoxos no me pagaban el rescate. En el trayecto, para ejercitar la velocidad de mis reflejos, decidí darle golpes de coquito al chofer quitando rápidamente la mano después de cada coqui. Cuando él volteaba para ver quién había sido, yo miraba hacia la ventana. Así lo tuve durante casi toda la carrera. Él suponía que era yo porque no había más nadie en el vehículo, pero no se atrevió a acusarme formalmente porque carecía de pruebas concretas. Por más que trataba de cazarme, mi mano era más rápida que sus ojos.

           Al descender el hombre tenía la cabeza llena de chichones, y después de cobrar me echó una mirada recriminatoria diciéndome algo en un griego incomprensible.

 

           La Iglesia de San Elptherios está al final de la calle Pandrosou y puede considerarse como uno más de esos hermosos monumentos que se han erigido a las cosas intangibles. Adentro estaba llena de maderas finas brillantemente trabajadas y unos vitrales increíbles que le daban una sensación de paz con la luz suave de las velas regadas por distintos sitios. Supongo que en ese momento también debería estar Dios, porque había varios fieles que rezaban con profunda devoción. El Pope estaba en la parte trasera del templo arreglando algunos instrumentos para los trucos de la misa. Observé el lugar con detenimiento, y después de dejar la muñeca rusa rezando frente a uno de los altares, me colé subrepticiamente hacia el área sacerdotal. Apenas estuve detrás del ministro del  Señor, antes que pudiera darse cuenta de mi presencia, lo agarré por las barbas con una mano mientras lo amenazaba con una tijera en la otra haciéndole señas para que se callara. Sin hacer el menor ruido fui jalándolo poco a poco hacia la parte opuesta al altar mayor, allí, llevándolo templadito lo hice arrodillar y dije en inglés:

           -Pida perdón.

           -Perdón –me dijo todo adolorido.

           -Necesito urgentemente un préstamo del Señor.

           Antes de aceptar el Pope preguntó:

           -¿Cuánto?

           -Veinte mil dracmas o le afeito la barba.

           El dolor no lo dejó pensar. Se metió la mano en la cartera y sacando todo lo que tenía de dinero me lo entregó.

           -Coja –dijo- es todo lo que tengo, es la limosna de hoy.

           -¿Y dónde está la de ayer? –le interrogué tirando otra vez de los pelos de la barba.

           -¡Ay!, me hace daño, ¡suelte!

           -¿Dónde está la limosna de ayer? –insistí.

           Ya me la gasté. Pero suélteme por favor, me está deshilachando todo.

           Viendo que ya había consumido el dinero y para no molestar a los fieles  decidí dejarlo. Lo acosté boca abajo y le amarré los pies con el cordón de la sotana y este a la barba para que no se moviera mientras yo me iba del lugar.

           Los feligreses que en ese momento estaban concentrados en su diálogo con Dios, no se percataron de una figura silenciosa que después de hacer una reverencia ante el altar, salió del templo perdiéndose para siempre entre las angostas calles laterales.

 

           No fueron muchos los días que permanecí sin contacto en Grecia. Al poco tiempo me encontré con Miki Teodorakis, el famoso autor del tema musical de Zorba El Griego, a quien había conocido en Budapest y me invitó para que participara como observador en el congreso de la Juventud Lambrakis que celebraban a la víspera.

           Miki era un tipo poseído por los mismos encantos que se desbordan de sus melodías. Dotado de una gran popularidad era el ídolo y líder natural de los movimientos izquierdistas griegos de la época. En todos los lugares en que nos entrábamos la gente se abalanzaba sobre él para saludarlo y pedirle dinero prestado. Le dije que aquello debería emocionarlo mucho, pero me lo negó. Según estuvo explicándome, debido a esa popularidad lo habían desfalcado varias veces. Gente inescrupulosa aprovechaba el delirio que producía entre las muchedumbres, y le metían entre las libretas de autógrafos hojas con pagarés y fianzas de todo tipo que prácticamente lo tenían en el suelo.

           De verdad que lo compadecí. Otro día me confesó su preocupación por los robos que hacían en todas partes de sus obras, dijo que para acabar con los falsos organismos protectores de derechos de autor, iba a cederle éstos a los movimientos de izquierda de cada país para ayudar a la revolución y acabar así con estos vividores. Nunca supe si lo hizo.

 

           De Atenas salí expulsado por participar en una importante manifestación en el Pireo. Recuerdo el placer que me produjo volver de nuevo a la lucha de masas. Durante los días de la organización colaboré activamente en los preparativos. Pintaba las pancartas en griego, y como un toque personal a mi trabajo siempre les anexaba a un lado de la consigna del momento algún pensamiento de Aristóteles o de Sócrates. Muchos de ellos fueron de gran efectividad por lo profundo del mensaje. Las masas al leerlo se sentían poseídas y enloquecían casi hasta el delirio tratando de linchar a la policía. 

     La noche del agite descendimos por todas las calles del famoso puerto cantando consignas anti gubernamentales y anti imperialistas. Había millares de estudiantes y obreros y alguno que otro noble incorporado al movimiento popular. Estos últimos odiaban al rey y a su familia porque siendo descendientes de las casas reales alemanas y danesas lo consideraban como una ofensa a la dignidad del pueblo griego. Yo creo que exageraban. No me parece que el pueblo griego estuviera tan interesado en reyes helénicos ni de ninguna especie. Además, si fuera como ellos decían, el asunto también podía verse como un merecido reconocimiento a todo lo que hicieron los pensadores alemanes del siglo pasado para hacer conocer las verdaderas dimensiones de la antigua cultura griega.

           La manifestación quedó bonita. Fue agresiva y combatiente. Uno de los oradores le puso tanta fogosidad a su discurso que se le salían los dientes por la fuerza que le daba a sus palabras. Como en todas estas gestas populares la policía no esperaba en una esquina. Se encontraban frente a un enorme aviso de General Electra.*  Después vino lo de siempre: plomo, piedras. Gritos, bombas lacrimógenas y las camionetas llenándose de pasajeros gratis que por ningún motivo querían que los montaran. Entre ellos caí yo.  A pesar de los desesperados esfuerzos que hice por escaparme de varios gorilas, casi no podía correr con el peso de la muñeca rusa agarrada a mis espaldas. Para colmo ésta se cayó y empezaron a salirse muñequitas ante la sorpresa y confusión de los policías que temerosos pensaban que se trataba de un nuevo tipo de armamento.

           En la comisaría  apenas  el  jefe  vio  mi pasaporte ordenó que me expulsaran de inmediato. Me enviarían a Roma en el primer vuelo.   Les dije que yo quería ir al Cairo, pero fue inútil, el teniente histérico dijo que él expulsaba a la gente para donde le daba la gana y no para donde al expulsado le convenía. De todos modos, como una concesión muy especial obtuve un permiso de diez horas para visitar el museo de Atenas y despedirme de mis amigos. Dejándole mi pasaporte en garantía, le pedí al oficial que me prestara su reloj para no retrasarme ni un minuto.

           Pero en realidad esto no fue lo que hice. Aproveché aquellas preciosas horas para preparar un atentado. Desmonté todas las muñecas rusas, y llenándolas con pólvora blanca que me había dado un fabricante de fuegos artificiales vinculado a los grupos izquierdistas, rodeé la jefatura con varias muñecas explosivas. Enlazadas con un sistema a base de pabilo y el detonante de tiempo conectado al reloj del comisario jefe, las dejé activadas para que estallaran en el preciso instante en que mi avión despegara el vuelo. Así aprendería a no estar expulsando terroristas rencorosos.

          

           Desde el aparato que levantaba su pesado cuerpo rumbo a Roma vi la nube que produjo la tremenda explosión. Si hubieran sabido los inocentes pioneros moscovitas el destino de su inofensivo suvenir.

 

 

*  Un tipo de hipo que hace saltar de cuajo las uñas de la víctima. (N. del E.)

**  Esta era la clave para decirle que todo estaba controlado y estaría ausente algún tiempo. (N. del A,)

*** Este es el nombre que le da la conocida transnacional a su compañía en Grecia para simular vinculación con los intereses del país. (N. del A.)

 

  

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